Se refregó los ojos con tanta fuerza que le dolieron. Por si no era suficiente, se pellizcó varias veces la mano. Tras visitar Marrakech y atravesar el desierto marroquí, notaba cierto cansancio. Sin embargo, esa fatiga no reducía sus ansias de seguir viajando. Dirigió la mirada hacia la ciudad y volvió a pensar que se hallaba ante un espejismo. Pero no era así. Desde la orilla del río Ounila, la fortaleza Ait Ben Haddou se alzaba resistente, misteriosa, ante él.
Andrea Barreira Freije
Fotografía: Pío García
Siguió el sendero hasta llegar a una de las dos puertas principales de la kasbah. Antes de atravesarla, una corriente de aire le revolvió el pelo, no sabía si para despertarlo o para introducirlo en un sueño. El viento, silbando, le contaba un cuento sobre la creación de la ciudad. Una historia en la que los hechos se deshacían entre el polvo. Nadie conocía con certeza los orígenes de Ait Ben Haddou, pero el viento se empeñaba en narrarlos como si quisiera llamar la atención de historiadores y fabuladores.
«Quizás por eso, y no solo por la arquitectura y el paisaje, tantas y tantas películas se rueden bajo su amparo».
Estas palabras le atravesaron la mente, aunque no pensaba en Lawrence de Arabia, ni en la Momia o Juego de Tronos, sino que lentamente volvía a su infancia. De repente, se vio en la playa, como cada verano, construyendo castillos de arena. Sin embargo, las paredes de adobe y barro de la kasbah bereber resistían al paso del tiempo, y su castillo aguantaba apenas unas horas.
Entonces lo vio claro: un gigante había moldeado las murallas, abriendo con sus enormes dedos las calles, irguiendo con cubos de metal torres desde las que vigilar cualquier ataque procedente del horizonte. Contuvo la risa. «Seguro que una carcajada retumbaría con el eco».
Tras pagar un módico precio, cruzó la puerta con decisión. Al otro lado no pudo evitar sentirse pequeño: volvía a tener cinco años. Se puso a deambular por las calles. Las grietas dibujaban las fachadas rehabilitadas una y otra vez para evitar el desmorone de la ciudad Patrimonio de la Humanidad. «Ait Ben Haddou no deja de ser un castillo de arena que, si nadie lo cuida, resiste cincuenta años sin derrumbarse», pensaba mientras se perdía por el lugar.
Sentía la boca seca, por lo que decidió ir en busca de agua. Descendió y descendió hasta sumergirse en los pasadizos subterráneos donde reinaba la corriente de agua que convertía el lugar en un oasis. «¿O en una ilusión?». Saciada la sed, regresó a las sombras de adobe.
Las callejuelas no tardaron en convertirse en un laberinto en el que el sol jugaba al escondite con quien osaba caminar por Ait Ben Haddou. La ciudad de barro estaba semiabandonada, las personas con las que se cruzaba eran viajeras como él. La mayor parte de los habitantes se había instalado en una urbe más moderna del otro lado del río, sin desprenderse de la protección de la fortaleza.
Sin embargo, en alguna calleja encontró las paredes pintadas con telas de colores, lanas, vidrios artesanales, cuero… Había quien se resistía a abandonar el amparo de las murallas y continuaba haciendo vida en la plaza o en la mezquita, para luego recogerse en los hogares, en algún lugar del laberinto de callejuelas.
Según ascendía hacia la torre que coronaba la cima del monte podía distinguir a quién pertenecía cada casa. Paredes lisas o fachadas decoradas con relieves marcaban la diferencia de clase. De nuevo volvía a su mente el gigante constructor, dibujando con cuidado las filigranas con plumas de curruca del Atlas, igual que había hecho él en sus castillos de arena con plumas de gaviota. La imagen del gigante con un artilugio tan diminuto le hizo gracia, pero comprendía que para hacer detalles tan sutiles se necesitaba una punta muy fina.
De vez en cuando se detenía para observar cómo el horizonte se abría ante sus ojos. Hasta que llegó al torreón, que se erigía imponente sobre el valle. Seguro que el gigante había necesitado un cubo enorme para erguirlo. Sin pensarlo, subió. Una vez en la cima, se refregó lo ojos, se pellizcó las manos por si había sido embrujado por el desierto. Pero no: un remanso de verdes procedentes de limoneros y naranjos, almendros y datileras pintaban la tierra.
A pesar de la altura en la que se hallaba, casi sentía el agua que se escondía bajo Ait Ben Haddou. Y, sin embargo, la kasbah no perdía esa tonalidad de fuego. Lumbre que crecía según se ponía el sol.
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