La villa de Gondomar celebra durante la época estival el Curro de San Cibrán, una tradición que une hombres y caballos desde hace siglos
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Cuando era pequeño, mi abuelo me regaló un libro sobre dinosaurios. En aquella época no podía dejar de pensar en ellos, hablar sobre ellos, jugar con ellos. No era un libro cualquiera, lo había traído de uno de sus innumerables viajes al extranjero.
Me sumergí en sus páginas y exploré las imágenes de todas aquellas criaturas que habían existido antes que yo.
Curro de San Cibrán, una tradición ancestral en Gondomar
Álvaro Inglés
Fotografía: Pío García
Me fascinaba ver aquellas criaturas marinas del Triásico, la era del nacimiento de los dinosaurios, con sus grandes fauces y sus formas extrañas. Solo había un mamífero prehistórico que me llenaba los ojos: el antepasado del caballo. Pasaba las páginas y me fascinaba ver cómo sus patas, similares a las de un perro, se iban transformando con el paso de los siglos en los cascos de hoy en día. Era mágico verlo de esa forma: de entre tantos animales extintos, el caballo seguía ahí vivo y majestuoso.
Los últimos milenios del caballo no fueron tanto de evolución como de cooperación, de comunicación con los hombres que lo domesticaron y utilizaron. Sin embargo, los caballos siempre han conservado algo noble en ellos, algo que los mantuvo como unas criaturas reverenciadas por nuestros ancestros.
En la ciudad los caballos resultan exóticos, más propios de las cabalgatas de Navidad que de una realidad cotidiana. Sin embargo, en Galicia muchos caballos corren salvajes como los ríos que recorren las montañas.
Una de las costumbres más antiguas de estas tierras bebe directamente de la energía y espíritu de estas criaturas. Aquí, todo chico de ciudad ha oído hablar de la rapa, esa tradición veraniega en la que gentes de distintos lugares se juntan para agrupar los caballos salvajes, marcarlos y desparasitarlos, como en el Curro de San Cibrán.
Pero conocer la tradición no es lo mismo que conocer el nombre de ninguna de las villas en las que se celebraba esta fiesta, o que asistir a una de ellas. Por mi parte, solo veía caballos en alguna excursión a las rías de norte, pero siempre de lejos, tanto que no parecían reales.
Mi llegada a la ría de Vigo supuso reaprenderlo todo. El paisaje era muy diferente al mar abierto de mi tierra natal y los nombres de los pueblos de alrededor me resultaban extraños.
Mi tío se esforzó para que me adaptase. Por eso, cada fin de semana cogía el coche y me llevaba a lugares de los que jamás había oído hablar. Poco a poco fui adaptándome a esas pequeñas diferencias de la zona: usar el transporte marítimo, la cercana frontera con Portugal…
El verano trajo el calor y el sol propios de esta zona de Galicia. Los montes de la ría se convirtieron en guardianes dorados de las islas Cíes mientras el agua brillaba con un azul vivo cruzado por decenas de veleros y otras embarcaciones.
Se acercaba el fin de semana y yo me mantenía pegado al teléfono, esperando que mi tío llamase. Era parte del ritual, había veces que llamaba y otras que no. Lo importante era dejar siempre un día libre, unas horas para él en caso de que tuviese tiempo.
Sonó el teléfono y me eché sobre él, intentando no mostrar mi emoción.
Gondomar, dijo. Conocía el nombre de la villa, sabía que estaba en el interior, a medio camino entre Vigo y Oia. Caballos, dijo después. No conseguí hilar los puntos por un momento. Dejando caer otra pista, mi tío añadió: Curro de San Cibrán.
Todo cobró sentido.
Había estado alguna vez en Gondomar, pero nunca en la rapa. Llevaba todo el año explorando lugares nuevos.
Gondomar se encuentra al lado de la sierra del Galiñeiro, un balcón natural con dos caras: una mira hacia la ría de Vigo y la forma ondulada de los montes, la otra al Miño y a Portugal.
Por el camino me fue hablando de lo que sabía de sus viajes por la zona. Gondomar es famosa por sus caballos y por sus restos arqueológicos. En estos restos prehistóricos ya se descubre una relación entre estos dos aspectos: el culto a los caballos y su doma aparece marcado en las rocas de estas montañas.
Entonces, pensé, la rapa debe de ser algo muy solemne. Antes de salir, mi tío me había enseñado fotos de petroglifos esculpidos para siempre en las tierras de Galicia. Luego añadió que no pensase que la rapa fuese a ser una fiesta de la historia. «La rapa es lo que siempre fue: una celebración».
Ya estábamos cerca de San Cibrán. Al llegar nos encontramos muchas personas, locales y forasteros, reunidos alrededor de un campo con música.
Los caballos se agrupan, se marcan y se desparasitan. Algunas de estas marcas recuerdan a aquellos petroglifos. Podía ver en aquellos caballos salvajes esa esencia de sus antepasados, el recuerdo de aquellas páginas que pasaba de niño una y otra vez.
Nos sentamos en una de las mesas a comer el «choripán», término que las personas del sur emplean para toda la comida deliciosa que se toma en estas ocasiones. Dimos un paseo y vimos a los locales hacer su trabajo. Me fascinaba ver la maña con la que doblegaban y agrupaban a los caballos.
Siempre entendí que la rapa debía de ser una práctica de valor, pero lo que sentí fue mucho respeto. Los caballos resultaban más gigantescos de lo que podía imaginar y aquellos hombres entre decenas de caballos me recordaron a nuestros antepasados.
Debió de exigir mucha fuerza, mucho respeto y paciencia poder pactar con aquellas criaturas.
Sin embargo allí estábamos, tras milenios de colaboración. El Curro de San Cibrán seguía teniendo un papel fundamental en la vida de las gentes de Gondomar.
Volvimos a casa en silencio. En un momento dado, mi tío se giró hacia mí.
—Divertido, ¿verdad?
Nos reímos, y siguió conduciendo mientras dejábamos atrás la sierra y las marcas de nuestros antepasados. Marcas que nos recuerdan todo cuanto respetamos desde los primeros tiempos.
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