Día de fábula en el pazo de Santa Cruz de Rivadulla
Si a alguien de Galicia le pides que diga cinco cosas que crea representativas de su tierra, estoy seguro de que, entre «pulpo» y «verde», estará la palabra «pazo» como el de Santa Cruz de Rivadulla. Y no es para menos, ya que durante siglos los pazos han representado el poder económico y militar de las comarcas en las que se encontraban. Han dado cobijo a nobles, a generales e incluso a reyes. Han sido retratados en la literatura, el cine y la televisión. Tan influyentes son en la historia gallega que hasta algunas poblaciones los llevan en su nombre, desde Pazos de Borbén, en la provincia de Pontevedra, hasta la americana Pazos Kanki, en Argentina.
Adrián Chacón
Fotografía: Pío García
Pero hay uno de ellos que merece mención aparte. Tal vez sea por sus impresionantes jardines, en los que la camelia es la especie predominante; tal vez por la historia misma del pazo, o por las miles de visitas que recibe anualmente. Dicen del pazo de Santa Cruz de Rivadulla que tiene algo especial que lo hace diferente a los demás. Y qué mejor forma de comprobarlo que preparar una mochila y salir para allá…
Me recibe una imagen de cuento. El recinto del pazo de Santa Cruz de Rivadulla está protegido por un viejo muro. Muro que a día de hoy se encuentra habitado por diversas especies vegetales que le dan aspecto de lugar antiguo, pero sin que llegue a parecer que está abandonado o descuidado. Simplemente, piedra y vegetación se funden en una misma cosa para deleite del visitante. Un pequeño camino me lleva desde la entrada, en la carretera, hasta el recinto donde se encuentran las edificaciones.
Lo primero que veo, nada más entrar, es la preciosa fuente de la Coca, muestra del estilo barroco del país. Allí me cuentan que la Coca es un animal mitológico gallego, una especie de dragón alado, relacionado tal vez con el dragón al que dio muerte san Jorge. Y, conociendo esta historia, el trabajo en la piedra se ve fusionado con la memoria folclórica de la tierra, y mis pensamientos vuelven a perderse durante un rato.
Pero no debo quedarme demasiado tiempo contemplando la fuente, pues aún me queda mucho por ver. Doy una pequeña vuelta por el recinto de las edificaciones. Echo un vistazo a la capilla, en la que unos coloridos retablos, junto con el ambiente que se respira en el interior, me invitan al recogimiento, al silencio, a pasar unos minutos allí dentro conmigo mismo. Pero hay algo que me está llamando a salir fuera, y no es otra cosa que los jardines. Su fama ya es internacional, gracias a las visitas que reciben por parte de personas de todo el mundo.
Doy media vuelta y me pongo a andar por otro camino poblado por diversas especies de camelia, flor que ha dado fama y prestigio al pazo de Santa Cruz de Rivadulla. Llego a un estanque circular, en el que no es difícil imaginarse a alguna dama del siglo XIX leyendo un libro en el banco que hay junto a él. Pero el otro estanque me gusta aun más, si cabe. Al igual que pasaba en el muro de fuera, los sillares de piedra se funden con la vegetación en un lugar que yo creía que solo existía en las fábulas.
Salgo y me dirijo hacia una de las atracciones principales del pazo de Santa Cruz de Rivadulla, un camino de tierra flanqueado por árboles, conocido como Carrera de los Olivos, por ser de esta especie los árboles que lo protegen. Y yo, que soy amante de la naturaleza y los lugares al aire libre, inmediatamente me dejo capturar por la magia del lugar y camino por debajo de esos árboles sin ninguna prisa. Respiro profundamente, y son tantos los matices que llenan mi nariz que no podría describirlos todos. Frescor, dulzura… ¿Puede olerse la felicidad?
Como punto final a mi visita al pazo de Santa Cruz de Rivadulla, mis pasos me llevan hasta una cascada que hay casi en uno de los extremos de la finca, y me quedo allí un rato en soledad, escuchando el murmullo del agua, el canto sereno de los pájaros, la música del viento entre los árboles… No sé cuando volveré, pero lo que sí tengo claro es que no voy a olvidar este lugar, ni las buenas horas que he pasado en él. Desde luego, ya no me cabe duda de que los pazos tienen algo especial, y que el lenguaje a veces se queda corto para describirlo.
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