Recapitulemos. Son las ocho y media de la mañana. Hace frío. Estoy sentado en una cosa llamada telesilla que hasta hace dos días solo había visto en películas. Mis pies cuelgan sobre una pronunciada pendiente a la que en breve tendré que enfrentarme. Y mientras asciendo las montañas de Formigal se transforman ante mis ojos: dejan de componer la bella estampa invernal que me sorprendió a mi llegada para ofrecerme su faceta más imponente, rocosa e inhóspita.
Marcos González Penín
Fotografía: Pío García
Las cumbres del Pirineo aragonés me devuelven desafiantes la mirada, consiguiendo que me cuestione seriamente mi capacidad para tomar decisiones, concretamente aquellas que me han llevado hasta este momento.
Menos mal que está mi compañero de telesilla para interrumpir mis sombríos pensamientos.
―Qué, ¿ya estás pensando en dar la vuelta?
Ni de coña. Porque por mucho que el descenso vertiginoso desde la cumbre haya dejado de apetecerme, sigue siendo mejor que la alternativa. No me siento capacitado para aguantar las inevitables burlas del grupo si decido rajarme el día de mi bautismo de nieve. Además, mi compañero es un esquiador experto con mil descensos a sus espaldas, decidido a desechar todas mis quejas.
Sí, es temprano, pero así habrá menos gente en las pistas. Sí, hace frío, pero eso asegura la calidad de la nieve. Cuando le comento mi tendencia histórica a romperme partes del cuerpo, se limita a soltar un «malo será» muy gallego y a cambiar automáticamente de tema.
―¿Sabes por qué le llaman Formigal?
Obviamente no tengo ni idea, así que se lanza a contarme la historia de Culibillas, la diosa que le da nombre a uno de los picos cercanos. Una deidad bella y bondadosa que gustaba del cuidado de los animales que habitaban su montaña y que sentía especial predilección por las hormigas blancas que la cubrían formando un manto que se confundía con la nieve y los glaciares. Culibillas vivía tranquila hasta que su belleza despertó el interés del poderoso dios de la montaña, Balaitus, que se enamoró de ella y la reclamó sin aceptar un no por respuesta.
Pero cuando el dios fue a buscarla, las hormigas blancas cubrieron por completo el cuerpo de la diosa, ocultándola del enfurecido Balaitus. Cuando este se marchó, Culibillas agradeció a las hormigas su ayuda bautizando Formigal en su honor y clavándose un puñal en el pecho para alojarlas en su interior, creando de paso el agujero que todavía se ve a lo lejos en lo alto de la Peña Foratata.
No acabo de entender la necesidad de Culibillas de abrirse el pecho, pero la historia ha conseguido distraerme, probablemente lo que pretendía mi compañero. Tanto que me sorprendo cuando veo que estamos llegando, ya puedo ver a nuestros compañeros que nos esperan con medias sonrisas dibujadas en sus rostros. Tengo claro que soy yo quien las hace aparecer, al fin y al cabo soy el único novato y, por consiguiente, el divertimento principal de la jornada. Y mi bajada trastabillando del telesilla les da el pie que necesitaban para inaugurar el vacile.
―¡Empezamos bien, surfeiro!
Porque así me llaman. Al parecer, haberme decantado por la tabla de snowboard me convierte automáticamente en un surfeiro para este grupo de esquiadores. Y encima novato. Pero las jornadas de entrenamiento en la base de Formigal no solo me han enseñado a mantenerme sobre la tabla. También me han proporcionado armas verbales para defenderme en las conversaciones de montaña: me sé la respuesta a la chanza.
―¡A ti te quería ver yo en tu primer día, palilleiro!
Es la respuesta correcta, todos se ríen y me dan la bienvenida. Se suceden los mensajes de ánimo, los bienintencionados consejos de un grupo que, bromas aparte, me acepta como uno más. Por un momento me relajo. Pero pronto llega la hora de la verdad y me encuentro cara a cara con la montaña. Respiro hondo. Le rezo una oración a Culibillas, también a Balaitus y los otros dioses que desfilan por mi mente. Tomo impulso. Y vuelo.
Es difícil describir la sensación del primer descenso en Formigal. Ese instante en el que el miedo desaparece y entiendes por qué el que prueba la montaña nunca más puede resistirse a su llamada… Adrenalina, velocidad… Imágenes de blanco se suceden a una velocidad vertiginosa.
Bueno, quizás no tan vertiginosa. En el fondo sé que estoy haciendo un descenso conservador por una pista de dificultad moderada, y que mi prioridad es mantenerme sobre la tabla. A mi lado no dejan de sobrepasarme esquiadores expertos que seguramente ofrecen una imagen más grácil. Sé que solo soy un torpe punto negro perdido en un mar de blanco.
Pero yo me siento el rey de la montaña. Me animo y cojo algo de velocidad. Consigo levantar la mirada y disfrutar del paisaje. Empiezo a tomar los giros con tranquilidad. Disfruto del descenso.
Para cuando me quiero dar cuenta estoy llegando al final de la pista. Mi grupo está reunido, los veo jalearme, quizás sorprendidos de verme todavía encima de la tabla. Así que me crezco y preparo mi entrada triunfal. En mi cabeza suena la voz del instructor, solo hay que presionar firmemente la parte trasera de la tabla mientras roto con decisión mi torso para frenar con un derrape. Es fácil. Vamos a ello.
Obviamente no me sale bien, pero al menos caigo de culo y no de cabeza. Y consigo frenar, que al fin y al cabo era el objetivo.
―¡Buen aterrizaje, surfeiro!
Las carcajadas me anticipan la llegada del resto. Mis compañeros me cubren de palmaditas en la espalda que culminan mi bautismo de nieve en Formigal. Me dicen que no ha estado mal para ser mi estreno, me ofrecen trucos para mejorar… Pero no dejan que me tome las cosas con calma, el día es joven y toca volver a subir. Son nueve de la mañana. Sigue haciendo frío, pero ya no lo siento. Y en el fondo creo que no se me da tan mal tomar decisiones.
Puede que te interese también Escapadas a la nieve: la estación de Cerler o este otro Esquiar en Baqueira Beret