Monasterio de Montederramo. Protegido por montañas altas, en la plaza del pueblo de Montederramo está el monasterio de Santa María. La fachada de la iglesia es tal y como aparece en las fotos: sobria, puro estilo herreriano. La Virgen de piedra, flanqueada por pirámides terminadas en bolas, me observa calmada desde su hornacina. Me encantan los edificios sin pretensiones, que te miran como orgullosos de su belleza sencilla.
Ana Luna
Fotografía: Pío García
No soy amante de las visitas guiadas, pero la sonrisa de la empleada de la oficina de turismo, situada en la misma plaza, me convence rápido. Soy la única visitante y, por lo que me dice la mujer, esto no es raro. No sé si alegrarme de tener esta joya solo para mí o si entristecerme porque nadie la conozca.
Mi guía empieza con un poco de historia, que, en este caso, resulta ser variada y apasionante. Los orígenes del monasterio no están claros, ya que existen documentos que podrían no ser auténticos y diferentes interpretaciones. Se sabe que hubo un monasterio anterior de la orden benedictina con la denominación de San Juan. En el siglo XII el edificio pasó a la orden del Císter y tomó el nombre actual de Santa María.
Monasterio de Montederramo. En el siglo XVI, el monasterio vivió una etapa de expansión y riqueza. Se convirtió en el Colegio de Artes y Filosofía y en el centro de estudios de la orden, por lo que en él empezaron a vivir más monjes. En esta época se realizaron numerosas obras: se reformó el primer claustro, se construyó otro y se erigió una nueva iglesia. Se trataba de transformar los edificios de acuerdo con el estilo de vida de la orden del Císter: soledad, austeridad, penitencia y ayuno. Sus monasterios solían tener pocos adornos y estar en lugares poco poblados, de manera que nada distrajese a los monjes de la oración. Miro a mi alrededor. Este es, sin duda alguna, un monasterio cisterciense.
Pero unos siglos más tarde llegó la decadencia. En el siglo XIX y a principios del XX se abandonó el monasterio, se establecieron en él viviendas y negocios y desaparecieron casi todos sus bienes, incluida la biblioteca. Durante el siglo XX continuó el deterioro del edificio, aunque en la década de 1980 se realizaron diversas restauraciones y uno de los claustros incluso se convirtió en un colegio público. Hoy en día, concluye mi guía, el monasterio es un monumento y hace ya mucho tiempo que no caminan por él ni niños ni monjes.
Entramos ahora en la iglesia, de una sencillez muy relajante, justo lo que necesito hoy. El templo, de cruz latina y tres naves, es funcional, como buen edificio cisterciense, pero la primera palabra que se me ocurre para describirla es equilibrio. Alzo los ojos y allí están mis queridas bóvedas de crucería, y una preciosa cúpula sobre pechinas. La luz entra a raudales y poco a poco me voy calmando, hasta acabar sintiéndome como si yo también llevase siglos allí, inmóvil, observando.
Monasterio de Montederramo. No suelen entusiasmarme los retablos, pero es difícil no quedarse prendada con este. Esas escenas del Nuevo Testamento que sobresalen de la madera, como si fuesen a despegarse y ponerse en movimiento de un momento a otro… El coro, como ocurre siempre, me conquista rápidamente. Son muchos años cantando y siempre me gusta imaginar cómo sonarían las voces de los monjes resonando en las iglesias. De nuevo, gana la sencillez de la madera, a la que no le hacen falta colores para contar sus historias de la Biblia y de la orden del Císter y para que me quede unos minutos admirándola.
Y por fin llega mi parte favorita, el motivo por el que siempre me alegro cuando oigo la palabra monasterio: los claustros. Podría pasar horas en ellos paseando y mirando a la nada, o quizás con un buen libro. ¡Y en Montederramo hay dos!
El más antiguo, el claustro regular o procesional, es todo bóvedas estrelladas que estallan sobre mí. En el cuerpo superior se mezclan Renacimiento y Barroco en una lucha en la que ninguno de los dos pierde. Hace no mucho este claustro era el patio del colegio. Me pregunto que sentirían esos niños en el recreo, rodeados de tanta belleza.
Por su parte, el claustro de la hospedería es de planta cuadrada y tiene cuatro arcos de medio punto por cada lado. Observo los medallones con bustos que sobresalen de la piedra. Aquí todos los relieves parecen cobrar vida… Creo reconocer dos figuras, y pregunto. Efectivamente, son el emperador Carlos V y su hijo Felipe II. Me fijo también en la sacristía y, sobre todo, en la gran escalinata que baja a la iglesia.
Llega la hora de despedirme de mi guía, en este pueblo rodeado de montañas en las que, según me dice, se escondían los maquis en la Guerra Civil. Es difícil imaginar la angustia de una guerra en un lugar tan tranquilo. Nos decimos adiós, y prometo volver con mis amigos.
Monasterio de Montederramo. Aún no estoy lista para volver. Decido acabar mi excursión en el bidueiral de Montederramo, el bosque de abedules situado más al sur de Europa. La zona posee varios títulos, entre ellos formar parte de la Red Natura 2000, y no sin motivo: el olor y el color de este bosque bien lo merecen. Aunque no creo que tenga tiempo para hacer una ruta de senderismo completa, me pierdo paseando. Necesitaba esto: aire, silencio, soledad.
Cuando estoy casi llegando al coche, suena el teléfono.
—Mira, que estamos hartos de bodegas, ¿te llevamos a un monasterio o algo?
Sonrío.
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