«Tienes que ir a Oporto». Como un recordatorio, todavía resuenan en mi cabeza esas palabras. Cuando me las dijeron, pensé: «¿Será tan especial para convertirse en una de mis ciudades?». Aún así, tardé en visitarla. Ahora he de reconocer que, una vez descubierta, volví. Y regresaré. Oporto tiene tantas caras que me quedan muchas por descubrir.
Andrea Barreira Freije
Fotografía: Pío García
He ido dos veces, en autobús y en coche. En ambas ocasiones, mientras me desplazaba al sur, el paisaje me acompañaba, no cambiaba. A pesar de haber cruzado el Miño, tanto el río como la naturaleza me recordaban que Galicia y Portugal son hermanas. Las fronteras habían desaparecido por completo. ¿Existieron alguna vez?
La primera vez que fui a Oporto aprendí a estar sola en un lugar desconocido. Sin embargo, la ciudad parecía decirme: «No te preocupes, vamos a conocernos». Era su cara amable, confiada. Antes de que me diera cuenta, estaba paseando sin rumbo por sus calles, observando cada edificio, cada azulejo de sus fachadas, cada adoquín.
Al llegar a un cruce escogía al azar hacia dónde girar. Ese día no saqué ni una sola foto, como si mis ojos necesitaran toda la atención para asimilar cada construcción que se erguía digna pese a su aspecto descuidado, como si el paso del tiempo hiciera una ciudad más fuerte.
Porque en Oporto la palabra decadencia adquiere un matiz nuevo. Aunque en mis visitas estaban arreglando distintos espacios, lo han hecho con tanto cuidado y mimo que no ha perdido su esencia, su orgullo.
Sus calles, en apariencia caóticas y desgastadas, parecen recogerse sobre sí mismas para luego descubrirte plazas como la Plaza de la Libertad, una zona amplia, abierta, un cruce de caminos inmenso. O para empujarte hacia la Torre de los Clérigos, que te invita a acariciar el cielo, aún observándola desde sus pies, y luego volver a tierra y sumergirte entre las estanterías de la Librería Lello e Irmao.
Cuando descubrí la Estación de Trenes de San Bento tuve la sensación de que, si acariciaba los azulejos azules que conforman los mosaicos, sería succionada hacia las escenas que representan, como si me encontrara en una película. Lo mismo me ocurrió cuando me subí al tranvía, por un momento me pregunté si al bajar mi ropa sería otra, igual que la ciudad: otra década, otra época, otra vida.
Fuera podía esperarme el sol, o la lluvia, o la luna, pues en Oporto, el tiempo transcurre a su propio ritmo. Tanto es así que, tras varios días de sol, visité la catedral de noche y lloviendo. Aunque la escena puede parecer tétrica, en realidad le daba un aire solemne, como si las gotas no pudieran empañar su figura.
Oporto también es una ciudad de puentes. Siempre tuve debilidad por esas construcciones, quizás por eso me guste cruzarlos por arriba, por abajo, atenta a cada recoveco de su cuerpo. De entre los seis, para mí destaca el de Don Luis I que, junto al de Dona Maria Pia, recuerda a la estructura de la Torre Eiffel. Esto no es casualidad, se debe a que fueron diseñados por Théophile Seyrig, que había creado su empresa junto a Gustave Eiffel.
Pero volvamos al presente. Merece la pena cruzar el río y visitar las bodegas de Vila Nova de Gaia para tomar un vino mientras te cuentan cómo son elaborados. Después se agradece volver al centro de la ciudad dando un paseo, no sin antes detenerse en esta orilla para observar cómo Oporto se mira eternamente en el Duero, mientras los rabelos tradicionales rasgan su imagen.
Al final la ciudad te lleva allí: al Duero. Da igual en qué punto del río te encuentres, prueba a sentarte unos minutos y dejarte llevar por el agua. Descubrirás cómo la ciudad se vuelve silenciosa, como si las aguas tragaran su bullicio. En esa corriente de plata podrías jurar que te conoces de nuevo. Entonces, si dejas que tus ojos sigan su discurrir, creerás tocar su desembocadura con los dedos, alcanzándote a ti misma.
Aunque en ese instante parezca que solo estás tú, no estás sola pues Oporto es una ciudad para compartir. Tanto el ambiente diurno como el nocturno muestran una ciudad viva, llena de conversaciones, amabilidad y risas.
Volveré, quién sabe quién me acompañará, pues no hay dos visitas iguales. Me quedan demasiadas cosas por ver: subir las escaleras para ver la Torre de Clérigos desde su cabeza, acercarme a los Jardines del Palacio de Cristal o caminar por el mercado de Bolhao. Oporto siempre es una ciudad nueva y diferente, que cambia igual que nos transformamos nosotras durante el tiempo que transcurre entre cada visita. ¿Te atreves a descubrir qué es lo que te engancha a esa ciudad?
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