Ya habíamos estado varias veces en Lisboa, aunque nunca se nos antojó uno de esos pasteis de nata de los que todo el mundo habla. En esta ocasión qué ver en Belém, mi estómago decidió por mí, así que aparcamos y entramos en una pastelería para calmar un poco el hambre. Mientras los comíamos nos dirigimos caminando hacia el monasterio de los Jerónimos, y Bea, aún con la boca llena, me preguntó:
—Oye… ¿tú alguna vez… has pensado en por qué… les llaman pasteis de Belém… si son típicos de Lisboa?
Me encogí de hombros y saqué el móbil para buscarlo. Resulta que estábamos en el barrio de Santa María de Belém. Mientras seguíamos nuestro camino, fui enseñándole a Bea las fotos que me salían en el buscador.
María Álvarez
Fotografía: Pío García
—Aquí pone que en la era de los descubrimientos, mientras reinaba Manuel I, Belém fue un punto estratégico para las aventuras en que se embarcaban los conquistadores lusos —le dije.
Para cuando levantamos la mirada de la pantalla, ya estábamos frente a los arcos del monasterio. Con la boca abierta y en silencio, caminamos apreciando cada uno de los detalles tallados que adornaban el solemne edificio. Me asombraba pensar que en el siglo XVI fueran capaces de erigir semejante estructura, unas fachadas esculpidas con tal maestría.
Pero, sin duda, la mayor sorpresa me la llevé en el interior. Mientras me perdía paseando por el claustro, admirando los motivos marineros que poblaban las paredes, Bea descubrió que allí estaban enterrados además de varios reyes los poetas Luis de Camões y Fernando Pessoa.
Qué ver en Belém. Seguimos el camino del puerto en dirección a la Torre de Belém con ganas de averiguar más cosas sobre ese tesoro que Lisboa guardaba. El paseo de madera crujía a cada uno de mis pasos y el mar armonizaba el momento con el sonido de sus olas al romper contra la orilla.
Entre tanto, sin poder articular palabra, no le quitaba ojo a la fachada de tan majestuoso edificio, esos detalles, esas esculturas… «Es sorprendente que algo tan rudo, bruto y salvaje como una piedra pueda llegar a convertirse en una obra de arte tan delicada y exquisita…», pensaba para mí.
Qué ver en Belém. Bea no levantaba la cabeza del teléfono y no paraba de soltar datos.
—Es de estilo manuelino, como el monasterio. ¿Sabías que comenzó siendo una torre de defensa y acabó siendo una prisión?…
Llegó un punto en que dejé de escucharla, cerré los ojos y me centré en sentir las olas besando los cimientos de la torre, la brisa marina peleando contra mi pelo, en imaginarme cómo sería aquel lugar antes de que la costa hubiera avanzado tanto.
Casi podía percibir el olor de la pólvora que debió de inundar durante tanto tiempo la sala de los cañones, el aroma de las miles de especias que traían los mercaderes de sus conquistas… Incluso creí escuchar el arpa y los cantos eclesiásticos de la capilla, que me acompañaron como una música de fondo durante toda mi visita.
Cuando salimos de ese paraíso renacentista quisimos volver al coche, pero ninguna de las dos recordaba el camino de vuelta. Bea había ido todo el tiempo pegada al teléfono, y yo embobada con el paisaje que nos rodeaba, así que decidimos seguir a una pareja de turistas que supusimos volvían al centro. Sin embargo, no fue así. Terminamos yendo en la dirección contraria, con tan buena suerte que acabamos en el Monumento a los Descubridores, una preciosa carabela que se erige a las orillas del Tajo para rendir homenaje a los héroes de la era de los descubrimientos.
Qué ver en Belém. Ya se nos hacía tarde, así que decidimos regresar a donde habíamos aparcado, pero esta vez prestando atención al camino. Cuando llegamos nos dimos cuenta de que no habíamos reparado en que el Museo dos Coches estaba justo enfrente. Quizás el hambre o el ir pegadas al teléfono nos hizo pasarlo por alto, pero no queríamos marcharnos sin visitar una de las colecciones de carruajes más importantes del mundo…
Nada más cruzar la puerta principal, Bea se acercó a mí y en voz baja me dijo:
—No sé qué es lo que me va a sorprender más, si el edificio o los carruajes… ¡Madre mía, esto es precioso!
Allí se guardaban desde las carrozas del papa Clemente XI hasta la de la boda real de João V y Mª Ana de Austria. Pero la que llamó especialmente mi atención fue la que se empleó para la troca de princesas, una ceremonia en la que Portugal cedió a la princesa María Bárbara para casarse con el futuro rey de España y en la que recibió a la infanta española Mariana Victoria para que se casase con el futuro rey de Portugal. Esas florituras bañadas en oro, esa majestuosa belleza, producían un efecto casi hipnótico.
Sin duda, el Museo dos Coches es uno de los lugares más interesantes de Lisboa, no solo por la cantidad de antigüedades que alberga en su interior, sino por la posibilidad que ofrece de conocer la evolución del transporte y de las corrientes estilísticas. No creo que pudieramos haber encontrado mejor forma de concluir nuestra pequeña escapada al histórico barrio de Belém, el germen histórico de Portugal.
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