Qué ver en León. Para cuando llegué a León ya era de noche y decidí ir directamente a dormir al hotel. A la mañana siguiente, un pequeño hormigueo en mi oreja izquierda y los rayos de sol que entrecruzaban las cortinas me despertaron. Me senté en la cama, aún con las legañas entrecerrándome los ojos, y mientras miraba fijamente los zapatos que había dejado en el suelo de cualquier forma la noche anterior, escuché una voz armoniosa que me decía: «Querida, levántate, tenemos mucho por hacer, ¡es tarde ya!».
María Álvarez
Fotografía: Pío García
Sorprendida, miré alrededor, pero no distinguí el origen de la voz. Pensando si me habría vuelto loca, me encogí de hombros, me arreglé con prisa y salí de la habitación, dispuesta a visitar la ciudad.
Qué ver en León. Cuando estaba frente al ascensor volví a escuchar la misma dulce vocecilla: «No te asustes, soy el topo de León, estoy aquí para descubrirte todos los secretos que guarda mi ciudad». Con los ojos abiertos de par en par, descubrí frente a mí, en el suelo, a un pequeño topo que me miraba con atención. De un salto, se posó en mi hombro derecho y me hizo un gesto para que empezara a caminar. «Verás bonita, este va a ser una viaje especial, vas a conocer las entrañas de una ciudad de más de dos mil años, ¿estás preparada?»―me preguntó.
Era verdad, me había vuelto loca, no había otra explicación. Sin embargo, dentro de la locura, el plan no me parecía nada desagradable, al contrario, sonaba genial, así que asentí y me puse en marcha.
Qué ver en León. Mientras nos dirigíamos al Centro de Interpretación del León romano, el topillo me fue contando cómo había nacido su ciudad: «Alrededor del año 29 a.n.e. (antes de nuestra era), un grupo militar romano estableció su campamento aquí, y no tardó mucho tiempo en consolidarse como asentamiento definitivo» ―me explicó.
Casi sin darme cuenta, mientras me describía el panorama de aquel momento, comencé a imaginarme las calles que estaba recorriendo como si estuviera allí mismo, como si pudiera escuchar ese «clin, clin» de las armaduras de los legionarios al hacer la guardia, oler el aroma a cuero de sus corazas y ver el chispeo de las fogatas del herrero.
Poco tardamos en llegar a la muralla romana de León, y a dos pasos estaba también la basílica de San Isidoro, un imponente edificio del siglo XI. Su magnificencia me asombró. Decidí sentarme en el suelo adoquinado mientras esperaba a que el topillo me desvelara algún secreto oculto de la ciudad. Y no tardó en hacerlo: «Se dice que en sus cimientos yacen los restos de un templo romano. Dentro se halla el Panteón Real, una pieza singular. ¿Sabes que su construcción supuso un hito en su tiempo?».
Qué ver en León. Cuando entré creí besar el cielo. Entre lo que tenía delante de mis ojos y lo que el topillo me contaba, realmente me sentía transportada al siglo XI.
Disfruté de aquellos pórticos y murales pictóricos con la sensación de que aquel lugar era el más hermoso de la ciudad de León, de que tras él ya no quedaría mucho más que ver. Cuando se lo comenté al topo, este se rio: «Qué dices, lo mejor está por venir. ¡Ven, vamos, que te lo voy a enseñar!»
Un poco después llegamos a la catedral. El topillo comenzó a revolotear y saltar, muy excitado, mientras no paraba de repetir: «Sígueme, sígueme». Echó a correr y los dos acabamos en la fachada occidental, frente a la puerta de San Juan.
Qué ver en León. Allí se detuvo y se volvió hacia mí con expresión grave. «Cuenta la leyenda ―dijo― que en los primeros años de construcción un pequeño topo destrozaba todo el trabajo que se había realizado durante el día. Hasta que un día los leoneses, enfadados, decidieron acabar con él a garrotazos. Desde entonces yo guardo la puerta de San Juan, allí en lo alto me podrás ver, he visto pasar por aquí a tanta gente… Pero tú… Tú me recuerdas a un joven barcelonés… ¿cómo se llamaba? Él se inspiró en la catedral cuando construyó la Casa Botines y, sin duda, supo estar a la altura: con solo ciento veinticinco años, ya es el cuarto edificio más emblemático de León. Se llamaba… ¡Sí, Gaudí, Antonio Gaudí, eso es! ¡Qué gran hombre! ―Se quedó un momento callado, y después se volvió hacia mí con expresión solemne―. En fin, bonita, mi camino acaba aquí, pero el tuyo todavía no ha terminado. Debes descubrir los secretos que ocultan el museo catedralicio y la Casa Botines. ¿Te atreves? Venga, ¿a qué esperas? ¡Ah, por cierto, ha sido un placer!».
Y, sin más, desapareció sin dejar rastro. Me quedé un rato allí, contemplando la catedral y tratando de decidir si cuanto había vivido era un sueño.
Terminé por encogerme de hombros. Después decidí que sí, que quería descubrir todos los secretos que ocultaba la ciudad…
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