Marrakech se extiende a los pies del Atlas como un manto rojizo. Según pasan las horas del día, en sus murallas se reflejan todas las tonalidades del sol. Es la constatación cotidiana de que la ciudad no ha perdido su esplendor, sino que se ha enriquecido con el paso de los siglos. Te doy unos consejos de qué ver en Marrakech.
Andrea Barreira Freije
Fotografía: Pío García
Muralla de Marrakech
Así me imaginaba Marrakech: como un amanecer eterno. No sé lo que me empujaba a ello. Quizás el calor de la mañana. O que fuera tan temprano. Seguramente el té moruno que reposaba en un vaso de cristal decorado con filigranas de plata. El recipiente, la hierbabuena y el té verde habían viajado desde Marruecos hasta mi salón.
Puerta Bab Agnaou
Zoco de Marrakech
Podía ver cómo el vapor ascendía. El olor a menta lo inundaba todo. Cuando puse mi mano sobre el vaso, algo, más bien alguien, salió de él. No podría decir quién miraba a quién con mayor sorpresa. La mujer que se alzaba ante mí observaba todo con tanta curiosidad como yo a ella. Al cabo de unos segundos que se hicieron eternos, se sentó a mi lado en el sofá.
—¡Qué lugar tan extraño! —parecía no darse cuenta de que ella también lo era. Sus inmensos ojos negros cayeron sobre mí tras repasar cada detalle del salón—. Creo que te sentaría bien salir de aquí… Lo estás deseando, a mí no me engañas.
No pude protestar. Antes de darme cuenta, mi cuerpo estaba sentado en una silla de madera. El olor a hierbabuena había dado paso al de las especias; el silencio había sido substituido por el bullicio. No tuve tiempo a asustarme. Mi compañera se rio e hizo un gesto con la mano que lo abarcaba todo.
—Jemaa el-Fna, en este mercado, un imprescindible de qué ver en Marrakech, encontrarás todo lo que pueda crear tu imaginación. De día unas cosas, de noche otras. ¡Ya verás!
Plaza de Jemaa el Fna
Su mano tiró de mí hacia el corazón de la plaza. El nombre me resultaba vagamente familiar, pero era incapaz de situarme en un mapa. Me sentía como dentro de un relato. Allí campaban a sus anchas domadores de serpientes y monos, malabaristas y cuentacuentos. ¿Me habría vuelto loca? Pero el ajetreo cotidiano y un cambio de escenario me trajeron a la realidad.
—Ten cuidado, estate atenta o te perderás. El zoco de Marrakech es como un laberinto que intentará atraparte.
Zoco de Marrakech
No entendía la cautela de mi guía, pues me encontraba a gusto en esas callejuelas de Marrakech hechas de alfombras y telas, especias y verduras, minerales, cerámica y plata. Olores y colores que se fortalecían en ese ambiente cálido y seco. Empezaba a comprender dónde estaba, pero era reacia a creerlo.
Unas voces me sacaron de mis pensamientos. Los mercaderes insistían en que dentro de sus tiendas hallaría un rincón de sombra y el reposo de un té. Pero yo no quería detenerme. Sabía que mi acompañante tenía mucho más que enseñarme.
De repente, me sentí embriagada por tantas cosas nuevas, tan diferentes a mi día a día. Me desorienté, como si realmente el zoco no fuera a dejarme salir nunca más de él. Entonces la mujer tocó mi hombro y señaló a lo alto, a lo lejos.
—Es el minarete de la mezquita Koutoubia. Es un faro en tierra, solo que ha cambiado su luz por la voz. Podrás verlo, escucharlo, desde cualquier punto de la ciudad. Si te pierdes, él te guiará y allí siempre podrás encontrarme —acabó de contarme cuando llegamos a la mezquita. A sus pies me narró otra historia—. Dicen que cuando la mezquita se levantó de la tierra brotó sangre. Como si de tinta se tratara, tiñó, tiñe y teñirá las construcciones de Marrakech.
Mezquita Koutoubia
Así que aquí estaba… Miré a mi alrededor y recordé que Koutoubia significaba mezquita de los libreros. No pude evitar preguntarme si ella habría salido de alguno de los libros que se podían comprar en los puestos que antaño rodeaban el edificio. Me guiñó un ojo, cogió de nuevo mi mano y nos desvanecimos. Me agarré con fuerza para que no me dejara. No lo hizo. Yo deseaba seguir en Marrakech y ella quería contarme más historias.
Mi espectral compañera me llevó al Palacio Bahía.
Palacio Bahía
—Sus habitaciones están vacías, pero si prestas atención podrás escuchar el eco de las voces de las personas que lo habitaron. Resuenan en cada pared, en cada decoración. Hablan de bellezas y tristezas.
Quería detenerme a mirar con mayor atención cada relieve, pero no me lo permitió. Cruzamos una puerta y de repente estábamos en otro lugar.
Palacio Al Badi
—El Palacio Al Badi, el incomparable. Se erigió como un trofeo tras la batalla y ahora está en ruinas. Sin embargo la ciudad se mantiene a su amparo, viva, alimentándose de cada una de las dinastías que la poblaron y la pueblan —hablaba según ascendíamos a la muralla que aún permanecía erguida.
Tenía razón. Desde lo alto podía sentir el ritmo de Marrakech. Necesitaba un respiro, la ciudad me abrumaba. Ella pareció comprenderlo.
—Para descansar te llevaré a aquel lugar en el que se descansa eternamente. Otro lugar de qué ver en Marrakech. En las tumbas saadíes, la muerte se decora con los colores de los mosaicos. Allí las tumbas se extienden del mausoleo al jardín.
De repente tuve la sensación de estar atravesando las páginas de un libro fotográfico. Sensación que se incrementó tras cruzar un pasillo pues, sin saber cómo, el espacio había mudado de nuevo.
Tumbas saadíes
—El jardín Majorelle —nombró mi guía—. Otro imprescindible de qué ver en Marrakech. El pintor francés que lo creó se enamoró de su propio jardín: el agua y las fragancias hipnotizaron sus sentidos.
No dudé en creerla, yo también me sentía así. Quise acomodarme a la sombra, pero el agua de las fuentes no nos lo permitieron, nos arrastraron hacia los Jardines de Menara. Allí desembocamos en un lago en el que se reflejaban por igual una enorme huerta de olivos, árboles frutales y familias que paseaban. De repente, un olivo comenzó a crecer hasta transformarse en una palmera. Todo volvió a cambiar. El palmeral se extendía ante nuestros ojos. La visión de los dátiles hizo que mi boca se hiciera agua. Sin embargo, me sentía algo mareada, ¿cómo íbamos de un lugar a otro tan rápido?
En el fondo no me importaba, necesitaba saber más de Marrakech. Mi curiosidad parecía insaciable. Entonces la mujer me llevó a la Madraza Ben Youseef. Allí todo era paz, austeridad. En ese momento ya no solo había perdido la noción de las horas, de los días, sino también de los años. Me encontraba cansada, había anochecido.
Regresamos a la plaza Jemaa el-Fna. No parecía el mismo lugar que a la mañana. Ahora decenas de puestos de comida ambulante se abrían paso. A mí me rugía el estómago tras, imaginaba, varios días caminando. Los olores y la vista me llevaban al couscous, al tayin, a las pastillas, a la harira. Cené algo. En la boca se deshacían sabores desconocidos. Al terminar me entró un ligero sopor.
Plaza de Jemaa el Fna
Sin querer, los ojos se me cerraron. Cuando los abrí estaba de nuevo en el sofá. Estaba sola. De fondo, una locutora despedía su programa matutino.
—Mañana un nuevo viaje por el continente africano, ¿me acompañas?
El té moruno estaba frío. No lo bebí. Encendí el ordenador, ¿qué mejor momento que el presente para viajar y qué ver en Marrakech?
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