Ruta de las kasbahs. Mi visita a Marrakech ha sido de todo menos decepcionante: los entusiastas vendedores del zoco, la bulliciosa plaza de Jeema el Fna, los colores de las alfombras, el olor de las especias… Un torbellino constante de estímulos para mis sentidos que sin embargo no ha conseguido acabar con la molesta sensación de que me estoy perdiendo algo.
Marcos González Penín
Fotografía: Pío García
Porque esta atrayente algarabía es tan solo una de las facetas que ver en Marruecos. Aún tengo que descubrir ese otro país de naturaleza dura y grandes espacios abiertos, las históricas fortalezas de adobe y las inmutables montañas del Atlas, la hospitalidad del oasis bereber y las escarpadas gargantas que preceden al desierto. Si de verdad quiero conocer Marruecos, tendré que dejar la ciudad y conducir hacia el sol naciente. Deberé seguir el camino de las antiguas caravanas a través de la Ruta de las Kasbahs.
La espalda del titán
Recojo mi coche de alquiler y me sumerjo en el caótico tráfico, alejándome del centro urbano por unas carreteras en las que conviven autobuses repletos de turistas, camiones más cargados de lo que creía posible e incluso algunos burros más cargados de lo que parece recomendable.
Todos forman parte de un flujo constante que se enrarece sin llegar a desaparecer según me acerco a las montañas que cortan mi camino hacia el este, un Atlas que toma el nombre del desafortunado titán condenado por Zeus a sostener sobre sus hombros la bóveda celeste, que más tarde sería convertido en piedra por Perseo y formaría con su cuerpo la gigantesca cordillera que atraviesa el norte de África.
Y que yo me dispongo a atravesar siguiendo el camino zigzagueante en el que se ha convertido la carretera, ofreciéndome el paisaje de laderas pétreas que cabría esperar del cadáver de un titán petrificado, pero también una cantidad importante de arboledas y terrenos de cultivo.
Junto a ellos, pequeños poblados se aferran a la montaña como si formaran parte de ella, hogares ancestrales de comunidades que siguen dependiendo del pastoreo y la dura agricultura de subsistencia para salir adelante. Pueblos ajenos al resto del mundo, detenidos en el tiempo, donde habitan parte de aquellos que los romanos llamaron bárbaros, que nosotros conocemos como bereberes, pero que prefieren identificarse a sí mismos como imazighen, literalmente los “hombres libres”.
El paso de Tizi n’Tichka
No me atrevo a detenerme en ninguno de estos pequeños poblados. Pese a la legendaria hospitalidad de los imazighen, me sentiría como un intruso irrumpiendo en una de estas pequeñas comunidades. Así que me limito a robar un par de fotos antes de continuar mi ascenso hasta el paso de Tizi n’Tichka, que con sus 2200 metros no será la montaña más alta de la cordillera (ese honor lo ostenta el también marroquí monte Tuqbal, con 4.167 metros), pero sí el paso de carretera más elevado del norte de África.
Tras la anacrónica imagen de los pueblos del Atlas, el paso me devuelve de golpe al siglo XXI, con un ambiente bastante más cercano a una estación de carretera que a un gran paso franco entre montañas. Restaurantes, tiendas de recuerdos y carteles de Coca-Cola rompen los restos del embrujo, recordándome que sigo en el presente.
A pesar de esta pequeña decepción, el paso bien merece una parada para contemplar las vistas. Desde este punto elevado puedo observar las sinuosas curvas que he dejado atrás, pero también anticipar las que tengo por delante. Y mirando a lo lejos, más allá de un descenso en el que se repiten la vegetación y los pequeños poblados, entrever la ciudad fortificada donde encontraré mis primeras kasbahs.
La ruta de las mil kasbahs
Llegados a este punto debería explicar que las kasbahs son las tradicionales viviendas fortificadas del pueblo bereber, construcciones macizas de anchos muros de adobe con pequeñas ventanas, que servían para proteger a las familias poderosas tanto de sus enemigos como de la dureza del clima y que se han convertido en una de las principales atracciones que ver en el sur de Marruecos.
En mi caso, comienzo visitando algunas de las más famosas: las primeras que me encuentro al bajar del Atlas están en el interior del ksar de Ait Ben Haddou, una fortaleza de barro y fuego que conseguirá detener mi viaje, invitándome a recorrer con calma sus estrechas callejuelas cargadas de historia. Poco después, la Kasbah Taourirt me recibirá con sus imponentes muros a las afueras de Ouarzazate, meca de producciones cinematográficas que hoy en día se convierte en base para muchos de los viajeros que desean conocer el sur del país.
Probablemente me detenga en ella en el viaje de vuelta. Porque ahora tira de mí el camino del este, el mismo por el que llegaban las antiguas caravanas tras atravesar las arenas del Sáhara, una llanura infinita en la que la piedra desnuda se alterna con palmerales y campos de arbustos que rompen la monotonía del paisaje, reductos de vegetación alimentados por un río Dades paralelo a la ruta.
Generalmente, estas manchas de verde anticipan la aparición de una nueva kasbah al lado de la carretera. Algunas son grandes y otras pequeñas, algunas mantienen su forma y gloria pasada mientras que otras se han derrumbado casi por completo. No pensé que habría tantas, al rato dejo de intentar contarlas y las acepto como si fueran un elemento más del paisaje, tan inseparable de él como las palmeras o las rocas.
Ruta de las kasbahs: El oasis de los imazhigen
Conduzco más de cien quilómetros por esta llanura interminable, solo interrumpida por un par de ciudades construidas en torno a un río Dades que en esta época del año baja prácticamente seco. Pero ninguna consigue interrumpir mi viaje, tampoco suponen un gran contraste cromático para una mirada que se ha acostumbrado a la paleta de los marrones, que no abandonan ni las casas modernas ni las antiguas kasbahs, ni la arena ni la roca.
Quizás esa monotonía, sostenida durante tanto tiempo, haga más impresionante la llegada del oasis. De repente las palmeras que acompañaban intermitentemente el curso del río cubren por completo mi campo visual, ofreciéndome una imagen revitalizadora, una explosión de vida vegetal que precede a la ciudad más grande que me encuentro desde Ouarzazate, una comunidad que ha florecido bajo la agradable sombra del oasis.
No contaba hacer noche en Tinerhir, pero tampoco contaba con la belleza de este oasis que me da la bienvenida. Así que me detengo, me relajo, entro a cenar en un pequeño restaurante y tras comerme un tajín de cordero le pregunto al dueño si conoce algún lugar donde pasar la noche. Me dirige hacia un camping cercano, donde me recibe un muchacho de unos 16 años llamado Ibrahim, que me tranquiliza asegurándome que también tienen habitaciones, unas edificaciones independientes de adobe que imitan las antiguas kasbahs que me he encontrado por el camino.
Para mi sorpresa, Ibrahim me aconseja que si hace calor me traslade a dormir en el techo. Y mientras decido si se trata de una broma, me cuenta que estamos en temporada baja, pero que normalmente tienen muchos turistas marroquíes. Me lleva a conocer a su familia, que está cenando en el tejado plano de otro pequeño edificio. El chico es el único que habla inglés, pero los demás consiguen que me sienta acogido con sus sonrisas. Me ofrecen té y dátiles, me invitan a sentarme con ellos, y aunque ya he cenado no se me ocurre rechazar la invitación. Pienso que en este caso hay verdad en las historias, me siento afortunado de experimentar en primera persona la hospitalidad de los imazighen.
Ruta de las kasbahs: La garganta del Todra
A la mañana siguiente me despido de Ibrahim y me subo al coche, dándome cuenta de que el oasis marcará un antes y un después en mi viaje. Porque la eterna planicie que me venía acompañando desde el Atlas da paso ahora a las escarpadas gargantas que el río Todra ha excavado a lo largo de los siglos en las montañas que rodean Tinerhir.
Después de tanto tiempo en la llanura, es difícil no sentirse diminuto ante las enormes paredes de roca erosionada, que empequeñecen incluso a las kasbahs que en ocasiones encuentro en su base, como casitas de juguete prácticamente aplastadas por su impresionante entorno. Por momentos, aparece el río Todra, tan pequeño que parece mentira que haya provocado semejante grieta a su paso, con un agua cristalina que los locales acuden a recoger con grandes garrafas.
Ruta de las kasbahs. El camino es angosto, en algunos tramos apenas treinta metros separan las imponentes paredes de piedra. Me viene a la cabeza que la garganta bien podría ser la última etapa de un descenso hacia los infiernos. Y en parte, se me ocurre que mi analogía es correcta. Porque más allá del Atlas, de la llanura y las gargantas, la ruta del este me llevaría al desierto, verdadero infierno en la tierra para viajeros perdidos a lo largo de la historia.
Pero también un lugar hermoso, un universo en dos colores, una noche estrellada como ninguna, un amanecer incomparable… que no veré en este viaje. Tengo un vuelo programado, todavía me quedan otras cosas que ver en Marruecos. Tendrá que quedar pendiente el final de mi camino hacia el sol naciente.
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