Zamora, la ciudad serena. Un reportaje con texto de Fran Zabaleta y fotográfia de Pío García
Zamora no es una ciudad de esas en las que la historia se esconde, como si sus habitantes se avergonzaran de sus orígenes o los hubieran olvidado bajo una capa de prisas y modernidad. Son ciudades de aluvión, con la respiración acelerada y en continua efervescencia, como adolescentes que dan el estirón y no acaban de reconocerse a sí mismos.
Calle de Los Notarios
Tampoco es Zamora como esas otras ciudades cual viejas damas, decrépitas pero todavía orgullosas, señoronas cargadas de joyas que relucen excesivas sobre la piel ajada de sus barrios. En ellas el estruendo de una moto es una ofensa imperdonable y la única animación que conocen es la de las hordas de turistas que, cámara en mano, hollan sus viejas piedras.
Calle de Balborraz
Sino que Zamora es una ciudad del tercer tipo, mucho más difíciles de encontrar, en las que el pasado y el presente se complementan. Ciudades que asumen su historia y viven con la confianza del que se siente a gusto en su propia piel.
Palacio de los Momos
La primera vez que visité la ciudad Zamora sospeché que era una del tercer grupo. Y, créeme, no me equivoqué.
Aparece de repente en medio de la llanura, encastillada en un alcor como un águila que otea el horizonte infinito. No parece gran cosa en la distancia, apenas un destello de murallas antiguas, un sueño de campanarios anclados en la edad media. Pero, como sucede tan a menudo, las apariencias engañan.
Aceñas de Cabañales
Con poco más de sesenta mil habitantes, flanqueada por un Duero que a estas alturas llega ancho y cargado de aguas densas, Zamora es una población hermosa y sosegada, de calles de piedra y edificios señoriales, un espléndido escenario de iglesias, palacios y edificios modernistas. Pasear por su zona antigua es respirar el aroma de una historia milenaria asumida con la naturalidad de la larga experiencia.
Estatua de Viriato
Salta a la vista en la estatua de Viriato, en la plaza del mismo nombre, recuerdo de orígenes vacceos, de tiempos de romanos y guerras lusitanas. Se hace evidente en las innumerables iglesias que salpican sus calles, joyas románicas de indiscutible valor artístico y cultural, como la propia catedral o las iglesias de San Cipriano, San Juan o Santiago. Se hace fortaleza en su castillo del siglo XI, mandado edificar por uno de los reyes que marcaron a fuego esta tierra: Fernando I, el padre de aquellos hermanos que dirimirían la suerte de Castilla y León a las puertas de esta ciudad.
Catedral
Castillo
Recuerdo los hechos, sucedidos casi un milenio atrás, mientras observo el Duero desde las murallas. Hoy la ribera del río es un lugar de esparcimiento, terreno fértil para el descanso y el deporte. La historia asoma aquí y allá, cómo no en esta ciudad, se aprecia en los puentes orgullosos o en el centro de interpretación de las aceñas de Olivares, que hablan del pasado laborioso de sus habitantes.
Aceñas de Olivares
Pero, a finales del siglo XII, todo lo que veo desde aquí no era más que un sueño de futuro. Entonces Zamora era castillo y fortaleza, muralla y asedio. En su testamento, el rey Fernando I tuvo la mala ocurrencia de dividir el reino entre sus hijos: el primogénito, Sancho, recibió Castilla; el segundo, Alfonso, recibió León y el título de emperador, con preminencia sobre sus hermanos; al tercero, García, le correspondió el reino de Galicia; a las hijas, Urraca y Elvira, les dejó respectivamente las ciudades de Zamora y Toro, también con título de reinas.
Puerta y Palacio de Doña Urraca
Pero Sancho no quedó contento y en 1067 se lanzó a la conquista de los territorios de sus hermanos. El conflicto sumió a Galicia, León y Castilla en guerras y miseria que se prolongaron durante años. A la altura de 1072, Sancho parecía el claro vencedor: dominaba ya los tres reinos y solo le quedaba conquistar Zamora, donde se había refugiado Alfonso con su hermana Urraca.
Puente de Piedra
Al frente de sus ejércitos, se dirigió a la ciudad y la sometió a cerco. Este se prolongó durante varios meses, con los sitiados en una situación cada vez más desesperada. Cuando la rendición ya parecía inevitable, sucedió algo que le dio la vuelta a la tortilla. El responsable fue un noble que ha pasado a la historia, incomprensiblemente, como el arquetipo del traidor (con permiso de Judas, por supuesto): Vellido Dolfos.
Castillo y Catedral
Dolfos era fiel a Alfonso y Urraca y uno de los defensores de la ciudad. Viendo que esta estaba a punto de caer, se le ocurrió una estratagema. Salvó las murallas y, simulando ser un desertor, se presentó ante el rey Sancho. Consiguió ganarse su confianza con la promesa de que le mostraría un portillo de acceso a Zamora por el que sus tropas podrían introducirse en la ciudad.
Portillo de la Lealtad
Asombrosamente, Sancho lo aceptó de buena fe. Una mañana, el rey y Dolfos salieron a pasear los dos solos por un bosque cercano, quizá para planear la mejor forma de acabar con el asedio. Cuentas las crónicas que en un momento determinado el rey sintió ganas de defecar, y bajándose las calzas se puso a la tarea. Esa fue la ocasión que eligió Vellido Dolfos para ejecutar lo que le había llevado hasta allí: cogió la lanza del rey y atravesó la espalda de Sancho, que cayó muerto al instante.
Cruz conmemorativa de la muerte de Sancho y escudo de Zamora
Llevado por la curiosidad, pregunto aquí y allá hasta localizar el lugar en el que la historia asegura que se produjo el magnicidio. Hoy ya no hay bosque, solo un cruce de carreteras y, a un lado, una cruz solitaria en un pequeño espacio verde. Posiblemente, la mayor parte de los que pasan por aquí ni lo sospecharán, pero esta cruz desgastada por muchos inviernos señala el lugar en el que murió un rey y cambió así la historia de este país. Pues tras la muerte de Sancho fue Alfonso VI el que se hizo con el control de los tres reinos, el que encadenó y encerró a su hermano García en la torre de Luna durante diecisiete años, hasta que falleció, y el que años después pasó a la historia como el gran conquistador de Toledo.
Museo Etnográfico
Museo de Zamora. Junta de Castilla y León
Centro de Interpretación de las Ciudades Medievales
La historia, en efecto, salta a la vista en Zamora. Es memoria colectiva, puente entre ayer y mañana, esfuerzo social por conservar y transmitir la propia identidad. Zamora cuenta con una muy extensa y cuidada dotación museística compuesta por museos y centros de interpretación como el extraordinario Museo Etnográfico de Castilla y León, que bucea en las vidas, las creencias, los oficios, los ritos de paso y las mentalidades de los individuos; el Museo de Zamora, con muy interesantes secciones de arqueología, bellas artes e historia local; el Centro de Interpretación de las Ciudades Medievales, que nos acerca a la estructura, función y características de las ciudades de hace mil años; el Museo de Semana Santa, que expone los pasos procesionales de las cofradías católicas de la ciudad; o el Museo Baltasar Lobo, que acoge la obra del reconocido escultor zamorano.
Museo de Semana Santa
Museo Baltasar Lobo
Zamora es historia, pero es mucho más, basta recorrer sus calles para comprobarlo. También es una urbe viva, uno de esos lugares que conjugan la serenidad de la experiencia con la energía de la creatividad, de calles animadas, repletas de locales en los que disfrutar de unas tapas y de lugares en los que reconectar con la naturaleza, como el bosque de Valorio o la ribera del Duero.
Plaza mayor
Me siento en una terraza de la plaza mayor para observar la vida que me rodea. Hay turistas que van de aquí para allá cámara en mano, sonrisas que se cruzan, conversaciones demoradas.
Sí, la primera vez que visité Zamora ciudad no me equivocaba: esta es una ciudad que se siente a gusto en su propia piel.
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