Camino de Santiago a Fisterra
Hubo un tiempo en que no había más allá. Un tiempo en que los mares eran terra incognita, morada de dragones y bichas de mágicos poderes, y los océanos se vertían en el vacío por inmensas cascadas atronadoras.
Hubo un tiempo en que no había más allá. Un tiempo en que los mares eran terra incognita, morada de dragones y bichas de mágicos poderes, y los océanos se vertían en el vacío por inmensas cascadas atronadoras.
Hay caminos que hunden sus raíces en las brumas del tiempo. Senderos trazados por millones de pies, grabados en la tierra con esfuerzos y sudores milenarios. Hay caminos que siempre han estado ahí, como este que hoy vas a iniciar: la antigua Vía de la Plata, la Bal’latta musulmana, la vía empedrada que ya en tiempo de los romanos comunicaba Mérida con Astorga.
Zamora es una población hermosa y sosegada, de calles de piedra y edificios señoriales, un espléndido escenario de iglesias, palacios y edificios modernistas. Pasear por su zona antigua es respirar el aroma de una historia milenaria asumida con la naturalidad de la larga experiencia.
Dudas, cómo no. ¿Por dónde entrar en Galicia desde Portugal? ¿Por la costa, por el soberbio estuario del río Miño, el padre reconocido de todos los gallegos, allá en A Guarda, a la sombra imponente del castro de Trega? ¿Por Tui, la catedral fortaleza, la ciudad episcopal que resistió a los normandos y se hizo irmandiña?
Hay quien dice que el camino, el camino de verdad, es el que se hace en solitario. El que llena las horas con el runrún de los pensamientos. El que te permite vestir los días con la contemplación de un monumento, un paisaje. Sin prisas. Sin más urgencias que las que impone la naturaleza: comer, dormir, descansar. En soledad.
Das un paso más. Solo uno más, pero no es uno cualquiera. El último de la intensa subida desde Villafranca del Bierzo, con la respiración agitada y los músculos de las piernas quejándose por el esfuerzo; el primero del camino francés en tierras gallegas. Un paso y te embarga esa poderosa sensación: aquí estás, en este nido de águilas de O Cebreiro, a 1.300 m de altitud.
En Galicia. Por fin.
Los gallegos también hacemos las etapas del camino que pasan por aquí. ¿Que por qué? Porque nunca acabas de conocer todos los recovecos de nuestra comunidad. Y porque, de vez en cuando, hay que levantarse del asiento del coche, de la silla y del sofá.
He visitado tres veces el monasterio de Santa María la Real de Oseira, en Ourense. Tres visitas a lo largo de cerca de treinta años, tres formas completamente diferentes de descubrir una de las joyas de nuestro patrimonio.
Pepe camina a paso rápido, saludando a derecha e izquierda, cuando percibe que un par de sombras lo esperan con una libreta y una cámara. «Pasad, pasad», dice, abriéndonos las puertas del restaurante.
No hay acuerdo sobre los límites de la Costa da Morte: de Fisterra a Cabo Roncudo, según unos; hasta Malpica, e incluso Arteixo, según otros. Sea como fuere, hablamos de una de las riberas más salvajes y genuinas del Atlántico europeo: decenas de kilómetros de ensenadas, playas y acantilados, de mitos y leyendas, de belleza y de tragedia.