Bosques de Galicia, el retorno de los ananos
El hayedo permanece en silencio en los bosques de Galicia. Contiene la respiración. Solo el áspero canto de una urraca, indiferente a la expectación que le rodea, sacude la umbría. El resto es rumor de hojas tiernas, zumbido de insectos y bisbiseo de secretos antiguos.
Fran Zabaleta
Fotografía: Pío García
De súbito, un raposo atraviesa la espesura. Se detiene en seco y alza el hocico curioso al darse cuenta de que algo insólito está a punto de suceder. ¿Por qué callan las ardillas, por qué no se escucha al urogallo ni el restregar de las garras del oso contra los árboles? Pasea la vista en derredor, inquieto y curioso como un hurón. La niebla baila entre las viejas hayas y acaricia los troncos con sus dedos húmedos. El manto crujiente de la hojarasca otoñal nada desvela, solo silencio e intriga.
El raposo decide aguardar también y se ovilla contra el pie de un haya de los bosques de Galicia. Se está bien allí. Los mil tonos ocres, anaranjados, rojizos y amarillos de la fronda se confunden con los escintileos de cobre de su pelaje. Es un reino de luces y sombras, de claroscuros e irisaciones que hasta a él, que es amigo del alboroto y la actividad, le imponen un mágico respeto.
Entonces, cuando más embelesado está, escucha el sonido. Es un tintineo alegre y sorprendente, tan desacostumbrado que por un momento duda de si no será que sus oídos le quieren gastar una broma. Pero no, allí está otra vez. Y con él, ahora las oye bien, unas voces risueñas y bulliciosas. Asombrado más allá de toda prudencia, el zorro vuela hacia el origen de tanta juerga. Y allí, sentados sobre el tronco de un haya caída, los descubre al fin.
Son tres. Diminutos e inquietos, de largas barbas blancas y sonrisas revoltosas. Charlan entre sí como si nada extraño sucediese mientras a sus pies brilla un rico tesoro de metales relucientes y piedras que queman como el sol. Pero ellos no prestan atención a tales riquezas, salvo por las pullas que se lanzan entre risas y cosquillas y las disputas fingidas mientras se tiran una ajorca o un torque de refulgente metal, tan alegres como zorreznos en la madriguera.
El raposo no sale de su asombro. Ahora entiende el silencio expectante de los bosques de Galicia, su aliento contenido. ¿Pues no han regresado los ananos, el pueblo que mora en las profundidades, la pequeña gente que esconde fabulosos tesoros debajo de los castros, los túmulos y las colinas? Hacía muchos años que no se dejaban ver pero ahí están, como si nunca hubieran desaparecido. Siente el galopar del corazón en su pecho y por un momento se le pasa por la cabeza que quizás ahora que están de vuelta los ananos también regresen las peeiras dos lobos. La idea basta para hacer que se estremezca del hocico al extremo de la cola. No le gustan los lobos, nunca le gustaron.
Se creen los reyes de los bosques de Galicia, hay que ver. Y cuando las peeiras van con ellos es todavía peor, si hay que creer lo que cuentan los viejos. Cuando una mujer humana aprende el habla de las bestias, se convierte en jefa de la manada. Y las mujeres de los humanos, ya se sabe, son muy astutas. Cuentan que dan órdenes, dirigen expediciones y cuidan de sus lobos como verdaderas madres. Cuando un lobo queda herido, ellas le curan; cuando los lobatos tienen hambre, ellas les dan de comer. Y los lobos las siguen como si fuesen sus mesnadas, su ejército particular.
No, no, mala cosa, mejor que non vuelvan las peeiras, non quiera el demonio que los lobos se tornen más fanfarrones de lo que ya son. Los ananos sí, que son alegres y bulliciosos, amigos del barullo y de la juerga, como tiene que ser.
El raposo no le da más vueltas. No es amigo de enredarse con pensamientos demasiado elevados. A él, como a los ananos, le gusta la fiesta, y estos mozos tienen pinta de estar pasándoselo muy bien. Así que da un salto y, sin más, se planta en medio del claro…
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