Ordesa

Ordesa con su «Cola de Caballo» me salvó, literalmente. Días antes, mi médico de cabecera me había diagnosticado estrés. Pero no uno flojito, no, un estrés de caballo. Jamás había faltado a la oficina, de modo que firmar la baja no me parecía conveniente. Así que busqué una alternativa. ¿Y si me escapaba el fin de semana y realizaba ese viaje que tenía en mente desde hacía dos décadas?

Viajando con Pío

Ana Belén Fernández García
Fotografía: Pío García

Viajando con Pío

Decidido. Lo organicé todo rápidamente. Recuperé mi vieja mochila de senderista y la llené con las cosas que consideré adecuadas. Elegí el calzado más cómodo que tenía y no olvidé la cantimplora ni los frutos secos, para estar siempre a tope de energía.

Viajando con Pío

Introduje las coordenadas en el GPS y pisé el acelerador suavemente. Mi destino se hallaba en el Pirineo oscense, y más concretamente en el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido. Un paraje que me había atraído desde que era una niña: solía quedarme en casa de mis primos, y el abuelo Rafael nos contaba historias antes de dormir. Bueno, historias o historia, porque siempre narraba la misma: el origen de Monte Perdido, su lugar favorito en el mundo. Le imprimía tanta pasión al discurso, que yo me había prometido visitarlo cuando creciese.

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Y ese día había llegado, por fin. Tras hacer noche a medio camino y un madrugón de campeonato, llegué con la mente bastante fresca. Dejé el coche en el aparcamiento de la Pradera de Ordesa —en esa época del año estaba permitido—, y eché una ojeada a mi alrededor: ya desde abajo se intuía la majestuosidad que me eclipsaría más adelante.

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Ordesa. Me sentía diminuta en aquel paraje, pero no era el tipo de sensación negativa con que convivía a diario. No, aquellas montañas infundían paz. Era como si, de repente, todos los problemas que llevaban meses agobiándome empezaran a difuminarse.

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Me dejé llevar por aquella agradable sensación y comencé la ruta. Caminé bajo un manto de pinos, abetos y hayas. Un entorno tan bucólico que, durante unos instantes, me creí una especie de caperucita moderna. Además, llevaba una sudadera color teja, daba el pego.

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Pero la ropa de abrigo me duró poco. El terreno empezaba a elevarse, y también mi temperatura corporal. Algo que agradecí enormemente es que la senda estaba totalmente protegida por los árboles y los rayos del sol nunca incidían directamente sobre los senderistas.

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Varios me adelantaron, pero no me importó. Quería ir despacio a propósito, pararme a disfrutar cada detalle. Eso y que cinco kilometros de ascenso acaban minando las fuerzas.
Empezaba a buscar un lugar en el que descansar un rato cuando comprobé que tanto esfuerzo tenía su recompensa. ¡Y qué recompensa! Divisé la cascada de Arripas y eché a correr hacia ella para apreciarla mejor. ¡Era mágica! Y solo se trataba del primero de los tesoros que albergaba el río Arazas.

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La cascada de la Cueva apareció enseguida. Tomé el desvío que conducía al mirador del Salto de la Cueva y allí estaba, escupiendo agua sin parar, hipnotizándome, deshaciendo poco a poco mi ansiedad.
Volví sobre mis pasos y seguí ascendiendo. Aquello ya no podía mejorar más, ¿o sí? Encontré un nuevo camino que me llevó a la cascada del Estrecho. Me detuve a retratar aquella maravilla, aunque dudaba de que el objetivo de una cámara pudiera hacer justicia a tanta belleza.

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Avancé un poco más y llegué a una nueva serie de saltos de agua: las Gradas de Soaso en Ordesa. Una zona bastante concurrida, por cierto. Ayudé a captar tres o cuatro recuerdos de familia y me detuve a observar a un grupo de chavales que había parado a refrescarse. El denominador común de la escena era la sonrisa.

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Entonces recordé mi pasado scout, los campamentos y las excursiones. Había pasado tanto tiempo y yo era tan distinta que me parecían recuerdos de otra vida. ¿Cuándo me había convertido en una urbanita? ¿Por qué me había desvinculado totalmente de la naturaleza, con todo lo que me había dado?

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Sentí rabia y unas repentinas ganas de llorar, así que seguí avanzando, no quería que nadie me viera así. Por suerte, el trayecto que quedaba por delante era muy fácil y conseguí relajarme de nuevo. Tocaba llanear por un valle precioso y, a solo dos kilómetros, me esperaba la meta, el Circo de Soaso, con el mayor regalo de todos: la cascada de la Cola de Caballo en Ordesa.

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Cuando llegué al glaciar ya no pude reprimir más las lágrimas. Me dejé llevar por un llanto que llevaba mucho tiempo pidiendo paso. Lloré por todo lo que no había llorado en años y, por fin, se fue el nudo que se había acomodado en mi garganta. Lloré también de emoción, porque ni en mis sueños más placenteros había imaginado un decorado mejor.

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Sentí el poder de la quietud. Me centré en mi respiración, abrí los ojos de nuevo y me esforcé en memorizar cada centímetro de terreno a mi alrededor. Aquel camino, aquella cascada, tenían algo. Apenas tres horas habían sido suficientes para transformar mi mente por completo.

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Ordesa, ya no quería antidepresivos, sino más tiempo para mí y más escapadas como aquella. Quería volver a parecerme a la adolescente aventurera que había sido, y explorar montañas con asiduidad. Así que puedo decir, abiertamente y con total convicción, que mientras me perdía por Ordesa encontré mi camino. La ruta «La Cola de Caballo» en Ordesa me salvó. De mí, de la vida. O, más bien, me devolvió a ella.

Prometo volver una vez al año para honrar el recuerdo del abuelo Rafael que, aunque se quedó sin ver mis fotos, siempre camina conmigo.

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