Por fin he visitado Ourense. Era la única ciudad gallega que me quedaba por conocer. La había atravesado en tren muchas veces, incluso conocía rincones de la provincia, pero la capital se me escapaba. Como era la primera vez que iba, había optado por las mejores guías: mis amigas que, o bien son de allí, o conocen la ciudad palmo a palmo. Por eso, esto será una pequeña muestra de qué ver en Ourense.
Andrea Barreira Freije
Fotografía: Pío García
Viajar a Ourense siempre es un placer, pues la provincia aún conserva esos magníficos bosques caducifolios que te acompañan gran parte del trayecto. En esta ocasión opté por ir en coche. Durante el camino, mi compañera y yo hablamos sobre qué ver en la ciudad y sobre la vida en general.
Llegamos, hicimos un primer análisis de la situación para asegurar nuestra ruta y aparcamos. Era el momento de caminar. Qué ver en Ourense es cómodo, su tamaño es ideal para perderte por sus calles y plazas llenas de gente y movimiento. Ese bullicio, me confesaron, se incrementa en las horas más nocturnas y frescas.
Qué ver en Ourense, mientras paseábamos, señalábamos las calles. Los letreros añadían, al nombre presente, sus denominaciones pasadas. Me encanta ver a través de un callejero cómo cambian las ciudades. Era algo que hablábamos cuando, escondida en medio de la calle de Santo Domingo, nos topamos con su iglesia. Sería la primera pista de que Ourense siempre tiene sorpresas escondidas.
Seguimos caminando hasta la Praza do Ferro. Tan acogedora nos resultó que nos sentamos en una terraza a tomar un café. ¡Se estaba tan a gusto! Nos detuvimos a mirar los edificios de nuestro alrededor. Una de las cosas que más me llamó la atención de Ourense es el contraste entre sus construcciones. Entre sorbos nos pusimos a imaginar cómo se habían levantado las casas, sus posibles habitantes, el significado de los escudos que se mostraban orgullosos en las fachadas y las posibles uniones familiares que se escondían tras ellos.
Nos levantamos y continuamos nuestro paseo hacia la catedral. No entramos, aún nos quedaba mucha ciudad por descubrir. (Anotación para próximas visitas). La bordeamos, subimos y bajamos las escaleras. Algún día alguien me explicará qué tienen los peldaños de piedra para invitarte a sentarte a leer, escuchar música o simplemente ver a la gente pasar.
Durante el paseo, entre la catedral y la calle de Santa María, que también tiene su propia iglesia, nos encontramos una plaza sin nombre. Supongo que se lo ha robado a la calle. Sin embargo, entra dentro de lo considerado rincón acogedor de Ourense, así que regresamos para comer. Pero antes fue el turno de otra recomendación: las Burgas, otro espacio escondido en medio de la ciudad. La fuente, envuelta en su propia niebla, parecía recordarnos dos características de Ourense: el calor y el agua. En mi cobardía, motivada por cierto gesto pícaro, no me atreví a meter la mano pese a todas las propiedades curativas que tiene. (Nota para próximos viajes: ser más valiente).
Tras esta parada nos dirigimos a la Plaza Mayor, un espacio abierto e inclinado, como muchas de las calles y plazas de la ciudad. Estoy segura de que es debido a que el Miño le insiste a Ourense para que se bañe en él.
Durante la tarde tocaba visitar la parte alta. Me habían recomendado el claustro de San Francisco y el cementerio que lleva su nombre. Nos encaminamos hacia el cementerio, en el que descansan numerosos personajes de la cultura de la ciudad. Al entrar, el aire olía a lirios y a otras flores que no supe identificar. Estábamos en un mundo diferente, un espacio que resistió a los intentos de ser cerrado. Recorrimos los pasillos dibujados por tumbas al aire y panteones. Paseamos entre los espacios destinados a quienes han vivido una larga vida y a los que lo hicieron apenas unos días. Y, bajo la mirada de unos y otros, Ourense. Salimos de allí con una sensación de paz que nos persiguió hasta el claustro: piedra brillante bajo el sol que custodia palmeras y silencios. Un guiño histórico sobre cómo cambiamos.
La tarde avanzaba. Sumergidas en esa aura de serenidad, subimos con el coche hacia el mirador de Monte Alegre. En este jardín botánico, sentadas en un banco, observamos cómo se expandía la ciudad mientras los rayos del sol se bañaban en el río. De fondo se escuchaba el sonido de una trompeta. Jazz y calma que nos empujaban hacia otra de las joyas de Ourense: las termas.
Qué ver en Ourense, me habían sugerido varias opciones: A Chavasqueira y Outariz. Escogimos la Burga de Canedo, cerca de Outariz (Nota: visitar otras para poder comparar).
Seguimos las indicaciones y, tras dejar el coche en el aparcamiento habilitado, dimos un pequeño paseo a orillas del Miño. Cruzamos el puente, deteniéndonos unos segundos a observar como, lentamente, el río se deshacía en el horizonte. Seguimos caminando, nos cambiamos en los vestuarios y dejamos nuestras toallas bajo la protección de un árbol. Después, tras una ducha templada, al agua.
El calor nos ayudó a relajarnos. La montaña ante nosotras, el sonido del Miño… todo acompañaba para dejarse ir, para no pensar, para que solo quedara nuestro cuerpo. Poco a poco la luz iba desapareciendo. Hasta que el sol amenazó con marcharse no decidimos seguir su ejemplo. Las termas nos habían atrapado y, ya de vuelta hacia el coche, el anochecer nos dio las buenas noches.
Fue una jornada tan agradable que estamos deseando repetir en invierno. (Nota mental: volver a Ourense y visitar el museo arqueológico y el municipal, cruzar el puente romano, entrar en el mercado y, como cualquier habitante de la ciudad, tomar unos vinos, a las ocho, en el casco histórico).
Lástima que un día solo tenga 24 horas.
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