Costa de Pontevedra. Dicen que si quieres conocer la forma de ser de un pueblo, lo primero que tienes que hacer es recorrer sus aldeas y sus campos, atravesar sus ciudades y perderte por los senderos de la tierra que habita. Dicen que el paisaje es la clave que nos permite descifrar el yo más íntimo y verdadero de las gentes, su manera de entender el mundo.
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Fran Zabaleta
Dirección y fotografía: Pío García
Costa de Pontevedra. Si quieres descubrir un lugar, lo primero que debes hacer es empaparte de su geografía y llenarte los ojos con sus horizontes. Y yo quiero que me descubras. A mí y a cuantos habitamos esta costa de Pontevedra de azules infinitos. Son apenas cuatrocientos kilómetros, pero son todo un mundo. Quiero que descubras, a través de nuestros paisajes, nuestra peculiar forma de mirar, porque conocer es la única forma de entender y querer. Déjame servirte de guía y abrirte las puertas de mi tierra, de mi mar. ¿Me acompañas?
El Miño
Aquí, en la desembocadura del Miño, comienza nuestro viaje por la costa de Pontevedra. Aquí el Miño se hace Atlántico bajo la mirada atenta del castro del monte de Santa Trega, que parece vigilar con atención el fuerte portugués que ocupa la mayor parte de la isleta de Ínsua, testimonio de tiempos más belicosos que los actuales.
Costa de Pontevedra. El Trega es una magnífica atalaya desde la que atisbar nuestro camino hacia el norte: treinta kilómetros de costa escarpada y casi rectilínea, incrustada entre la serra da Grova y el Atlántico, que comienza en la villa marinera de A Guarda y que avanza hasta Baiona. Tierra hoy amable pero en tiempos dura, de gentes hechas al sabor salobre del viento y al fragor de las olas que rompen contra las rocas. Solo hacia su mitad se abre una mínima ensenada para alojar la impresionante obra del monasterio cisterciense de Santa María de Oia, cuna de monjes artilleros que defendían la costa de los ataques piratas.
Costa de Pontevedra: Baiona
Al llegar a Baiona el panorama cambia por completo: la escarpa se hace playa y abrigo. Aquí comienza el profundo entrante de la ría de Vigo. El límite lo marca el cabo Silleiro y, muy cerca, la silueta de la fortaleza de Monterreal, hoy Parador Nacional, que durante siglos sirvió de protección, con el monasterio de Oia, contra los ataques por mar.
Pasada Baiona, el mar se adentra en la ría con ansia, como si quisiera fundirse con la tierra. Tras el puente románico de A Ramallosa nacen las grandes playas: América, Panxón, Patos, el Vao, Samil… Este es el paraíso del verano, la costa del descanso azul.
Aquí, el calor se viste de mar y de relax, de paseos al atardecer y puro placer gastronómico. Aquí también, en Toralla, construyeron un castro los celtas y una villa los romanos, y un poco más allá, en la punta do Muíño, se levanta el Museo do Mar, que es en sí mismo, en su especial arquitectura y en su simbiosis marina, una celebración de la Galicia marinera en la costa de Pontevedra.
Vigo
Y ya, de golpe, Vigo, la gran ciudad del sur, la urbe viva que se encarama al monte do Castro, con su fortaleza y su verdor, y a la Guía, colinas y atalayas desde las que la vista se pierde en las aguas dóciles, en las bateas cargadas de mejillones, en la silueta siempre presente del puente de Rande, símbolo renovado de una ría que se convierte, tras los tirantes del puente, en amplia ensenada. En estas aguas, alrededor de la isla de San Simón, cárcel y lazareto, entablaron combate mortal la flota francoespañola y la angloholandesa, allá por 1702, y en ellas se hundió, si hemos de hacer caso a los sueños, el tesoro de la Flota de Indias.
Pero hemos de seguir por la costa de Pontevedra. Atravesamos Redondela y dejamos atrás su Casa da Torre y sus hermosas callejuelas y nos dirijimos a la desembocadura del río Verdugo en Pontesampaio, con su hermoso puente que fue escenario de un decisivo combate durante la guerra contra los franceses, allá por los albores del siglo XIX; y, muy cerca, el impresionante escenario de las salinas de Ulló, un rincón perfecto para el paseo y el descanso.
Ulló es puerta de entrada al Morrazo, la península que divide las rías de Vigo y Pontevedra. Esta es tierra de gentes marineras e independientes, de huertas y casas esparcidas como semillas lanzadas al vuelo. Y es que aquí los conceptos se difuminan y se retuercen, y nadie se atreve a decir qué es rural y qué urbano.
Costa de Pontevedra. O Morrazo
O Morrazo es, toda ella, una celebración de la vida. Por la costa sur se suceden las poblaciones: Santa Cristina de Cobres, Santradán, Domaio, Tirán, Moaña, Cangas… Entre ellas, intercaladas como perlas que refulgen al sol del verano, las playas llenan los ojos de luz: Rodeira, Liméns, Nerga, la extraordinaria Barra, la recogida Melide… y allá, en el extremo del Morrazo, la Costa da Vela, con el faro de Cabo Home y uno de los espacios más impresionantes de Galicia: el Facho de Donón, una atalaya vigía que en tiempos anunciaba la llegada de las flotas enemigas y, a sus pies, el castro de Beróbriga y el santuario galaico romano del dios Berobreo.
Un paraje excepcional, un fin del mundo y un principio desde el que se divisa, a un brazo de mar de distancia, la joya de la ría de Vigo: las islas Cíes, hoy parte del Parque Nacional Marítimo Terrestre das Illas Atlánticas. Sí, lo has adivinado: el paraíso en la tierra. Ahí, al alcance de tu mano…
Pero hay que seguir, que nos esperan las rías de Aldán y Pontevedra.
La primera es pequeña y recoleta, le gusta pasar desapercibida. Sus playas y sus pueblos, Pinténs, Hío, Aldán, Menduíña, son puro mar, un brazo del Atlántico en reposo. Aquí se esconde la mejor cocina marinera, elaborada con productos que día a día cosechan sus pescadores en los surcos de sus olas. Aquí se esconden también una sucesión de playas recoletas y recogidas, perfectas para perderse en compañía y para disfrutar con la familia: Areabrava, Vilariño, Areacova, Menduíña…
La segunda, la ría de Pontevedra, se abre a partir del cabo Udra, que a modo de ariete se adentra en la ría y nos ofrece una amplia panorámica de las aguas de la ría. Bueu y Marín preparan el camino que nos lleva a Pontevedra.
Bueu acoge el Museo Massó, instalado en las antiguas dependencias de la conservera del mismo nombre, de larga tradición en la ría, y que es hoy una visita imprescindible para los amantes del mar y la navegación. Marín, por su parte, es núcleo vital de pesca y transporte marítimo y acoge en su puerto la Escuela Naval, centro de formación de la Marina española.
Pero la verdadera joya de la ría es la ciudad que le da nombre: Pontevedra, una de las principales ciudades de Galicia desde la Edad Media, una joya arquitectónica repleta de pazos, casas solariegas, imaginativas iglesias, calles de piedra y grandes plazas, como las del Teucro o la de la Ferrería, por las que es un placer perderse.
Damos el salto: cruzamos cualquiera de los muchos puentes de Pontevedra y entramos en la cara norte de la ría. Llegamos a una de las localidades más características de esta Galicia costera y, sin duda, una de las más especiales: Combarro, en la que los hórreos casi flotan sobre el mar… Más allá, hacia el final de la ría, otras dos poblaciones atraen cada año a miles de visitantes: Sanxenxo y Portonovo, villas marineras y turísticas.
La ría de Pontevedra no termina: se funde con el Atlántico en un arenal inmenso, una joya natural de más de dos kilómetros de longitud: la playa de A Lanzada. Playa que es en realidad istmo que une el continente con la que fue isla hasta no hace mucho: O Grove, que en los mapas del siglo XVI todavía aparece separada del continente.
La península, además de refugio de verano, con el puerto deportivo de San Vicente do Mar, el paseo de Pedras Negras o el puente que la une a la pequeña isla de A Toxa, es división y boca de la última ría de Pontevedra: la ría de Arousa, la mayor y más compleja.
Costa de Pontevedra. Es esta una ría rica y variada, de pazos solariegos, vides infinitas, islas diminutas, como la de Cortegada, ríos fecundos, como el Umia, y excelentes espacios naturales, como el Complexo Intermareal Umia-O Grove. Es también ría de villas solariegas como Cambados, con su casco viejo de calles sosegadas o su impresionante pazo y plaza de Fefiñáns.
Tras Cambados, ya muy cerca, Vilanova y la Illa de Arousa frente a frente. La isla estuvo incomunicada hasta que en 1985 se terminó el gran puente que la une con el continente, una obra extraordinaria que supuso una revolución para los isleños.
Aquí, en la costa de Pontevedra, en esta ría de Vilagarcía, sucede lo mismo que en las situadas más al sur: las poblaciones se extienden y se fusionan en una ocupación continua en la que se mezclan las características urbanas con las propiamente rurales: viviendas unifamiliares rodeadas de campos de labor, pequeñas aldeas de pescadores, núcleos urbanos. Así llegamos a Vilagarcía de Arousa, capital de la ría por derecho propio que se abre al mar a través de su puerto y de la playa de Compostela.
Frente a Carril, ahí, a un brazo de distancia, la isla de Cortegada, humilde y escondida, pero una maravilla botánica que forma parte por derecho propio del Parque Nacional das Illas Atlánticas: en efecto, toda su superficie aparece cubierta por un bosque nuboso subtropical, con bejucos, lianas y una densa laurisilva que es en sí misma una reliquia de tiempos pretéritos.
Y llegamos al final de nuestro viaje por la costa de Pontevedra: las torres de Catoira, allá donde el Ulla se convierte en ría, testimonio de tiempos recios, de asaltos vikingos y combates que hoy se recuerdan, una vez al año, en la romería vikinga de Catoria, una fiesta en la que la imaginación se apodera de la historia.
Costa de Pontevedra. Aquí terminan las tierras de esta Pontevedra costera, y con ellas nuestro viaje por el infinito azul. Te decía al comenzar que el paisaje es la clave que nos permite descifrar el yo más íntimo y verdadero de las gentes, su manera de entender el mundo.
Y estoy seguro de que ahora, al recordar esta costa de Pontevedra de verdes y azules, de ensenadas y cabos, al contemplar esta geografía compleja y serena que funde con singular maestría aire, tierra, verde, roca, sal, mar y vida, estarás un poco más cerca de comprender también el espíritu fértil y exhuberante de sus gentes, que gustan de ir y venir porque saben que la vida, al cabo, está siempre allá donde quieres estar…
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