Esquiar
Marcos González Penín
Fotografía: Pío García
Una vez más, siento la llamada de la nieve. Ya me he acostumbrado a ella, aparece cada cierto tiempo y poco a poco va ganando presencia, como un molesto picor que no soy capaz de rascarme, un anhelo silencioso que me impide concentrarme en mi rutina y me recuerda que llevo demasiado tiempo lejos de la montaña. Es una llamada que he aprendido a no ignorar, así que en cuanto puedo hago las maletas y me lanzo a saldar una vieja cuenta pendiente: esquiar en Baqueira Beret.
Tras unas cuantas horas de coche, me encuentro por fin bajo la sombra de los Pirineos, entrando en un valle de Arán en el que me espera la estación de esquí más grande de España, con más de cien kilómetros de pistas, capacidad para sesenta mil esquiadores por hora… Para un aficionado con cierta experiencia como yo, es casi un pecado no haberla visitado hasta ahora. Confieso que me tiraba un poco para atrás el tamaño de las pistas para esquiar en Baqueira Beret, pensaba que la afluencia de gente podía quitarle algo de encanto a la montaña. No podía estar más equivocado.
El manto blanco, preludio a esquiar en Baqueira Beret
En cuanto me bajo del coche, el picor comienza a mitigarse. En su lugar, aparece la familiar sensación de haberme transportado a otro mundo, un universo de naturaleza fría e inhóspita en el que los humanos no podemos dejar de sentirnos insignificantes. Lo veo claro cuando miro a mi alrededor. En las últimas horas ha nevado, las tradicionales casas de piedra y madera parecen hundirse bajo el peso de la nieve, las formas familiares de los coches aparcados se transforman bajo el manto blanco.
Parece como si la montaña reclamase su dominio, como si quisiese dejar clara su supremacía sobre la estación de esquí, enterrándola bajo sus nieves y rodeándola con sus imponentes picos: a lo lejos alcanzo a divisar el Aneto que marca el techo de los Pirineos; más cerca, picos como el Bacivèr o el Dossau aparecen rodeados por una capa de bruma, que dota de un halo de misterio a estos gigantes a los que planeo encaramarme.
Camaradería y ascenso
Afortunadamente, el ambiente de la estación es un buen remedio para la melancolía. Aquí y allá surgen pequeños grupos, suenan conversaciones y risas de los esquiadores que preparan el equipo y reúnen fuerzas para la jornada. Yo me apresuro en busca de Luis, compañero de fatigas desde mis lejanos inicios en Formigal, amigo que me entiende cuando le hablo de la llamada de la nieve.
—¿Te parecen horas, zamorano?
Ese es mi recibimiento, al que siguen saludos y abrazos, las amigables chanzas que rompen con la frialdad y la distancia, como si solo hubieran pasado minutos y no meses desde que descendimos juntos por última vez las pistas de Cerler. Tenemos mucho que contarnos, pero aún así no nos entretenemos. Ambos tenemos mono de esquí y Luis ha aprovechado el tiempo que le he hecho esperar para decidir por los dos que vamos a dedicar el día a lo que en Baqueira conocen como el «safari negro».
Antes de que pueda preguntar en qué consiste, me está metiendo prisa para prepararme, cuando me quiero dar cuenta estoy subiendo hacia la montaña, sobrevolando el bosque de pinos nevados que cubre su ladera. Solo entonces me entero por boca de mi entusiasta amigo de que me espera un recorrido de cinco horas y más de treinta kilómetros por las pistas más exigentes de la estación, incluyendo algunas que me suenan como la Manaud o las Pales der Arias.
«El safari negro» y la montaña
De primeras, no me acaba de hacer gracia la idea. Al fin y al cabo, llevo un tiempo sin esquiar y tenía pensado ser algo más conservador, dedicar el primer día a recuperar técnica y confianza. Pero el entusiasmo de mi amigo es contagioso, cuando llego arriba ya estoy bastante motivado y mis últimas dudas se disipan en cuanto cojo la primera pista.
Nos deslizamos por la ladera con el viento azotándonos la cara, mientras el universo a nuestro alrededor se convierte en un fugaz destello de blanco. La montaña deja de ser una inhóspita enemiga y se convierte en una compañera de juegos, la familiar superficie que nos permite olvidarnos del mundo y concentrarnos únicamente en las maravillosas sensaciones que nos regala el momento.
Hoy las piernas me responden, parece que a mi compañero también. Vamos de pista en pista intercambiando elogios y felicitaciones, nos creemos los señores de la montaña. Llevamos medio safari y todavía no hemos besado el suelo, así que nos sentimos capaces de cualquier cosa. Es entonces cuando surge la idea de probar suerte fuera de pista, se nos ocurre enfrentarnos al mítico Escornacabres.
El gran descenso
Dicho y hecho. Estamos en la parte trasera del Cap de Baqueira, parados ante un embudo vertical encajado entre dos paredes de roca, con una inclinación que pondría a prueba la resolución de cualquiera. Delante de mí, veo a Luis parado en el inicio de la pista, con su silueta convertida en el único punto de color entre la nieve y un mar de niebla.
Y de repente desaparece, se lanza hacia el abismo, domina con un zigzag el exigente principio del descenso y va tomando velocidad según se vuelve más accesible. Hace que parezca fácil, no me deja otra opción además de seguirlo. Así que no lo pienso mucho y me lanzo. Recuerdo mi formación, copio sus movimientos, voy cogiendo ritmo y confianza. Llego entero hasta abajo, me encuentro con mi compañero y cruzamos una mirada cómplice: hemos recuperado nuestro autoimpuesto título de señores de la montaña.
Descanso tras esquiar en Baqueira
Pero hasta los señores de la montaña necesitan descansar, así que volvemos al calor de la estación, donde las casas cubiertas de nieve ya no transmiten una sensación de derrota, sino de estoica resistencia. Buscamos el interior de una de ellas, nos sentamos en torno a una típica olha aranesa. Y en torno a la cena, llega por fin el momento de ponernos al día, de recordar anécdotas compartidas. De relajarnos, ahora que por fin hemos conseguido rascar el picor que nos provocaba la llamada de la nieve.
¿Te animas también a descubrir cómo se esquía en Formigal?