San Juan de la Peña. A mí lo que me gustan son los claustros. Cuando viajo con alguien, suelen acabar hartos de ir de monasterio en monasterio. Por eso, a veces, es mejor viajar solo. Como cuando, en mi última visita a Lisboa, hice una cola de dos horas para entrar en el monasterio de los Jerónimos. Pero hoy no estoy una ciudad invadida por los turistas, sino en medio del Pirineo aragonés, de camino al monasterio de San Juan de la Peña. Creo que tendré más suerte con las colas.
Ana Luna
Fotografía: Pío García
El monasterio se encuentra en Huesca, no lejos de Jaca y del pueblo de Santa Cruz de la Serós, lugares por donde aún pasa el Camino de Santiago hoy en día. Para llegar a San Juan de la Peña, cojo una carretera que no tiene nada que envidiar, con sus curvas y verdor, a las del rural gallego. A pesar del sol, hace mucho frío, y me pregunto cómo sería la experiencia de esos peregrinos hace siglos, en medio del Pirineo, y sin chaquetas. No me gustaría estar en su lugar.
San Juan de la Peña, un monasterio encajado en la roca
Después de siete kilómetros de curvas, llego a mi destino. Por primera vez, me quedo mudo y congelado en el sitio solo ante la vista de un monasterio, antes de llegar al claustro. Había visto alguna foto, pero no estoy preparado para esto. Da la sensación de que el edificio está en peligro… Se encuentra debajo de un enorme peñasco que parece que lo va a aplastar en cualquier momento. Pero tengo que reírme de mi reacción: este monasterio lleva así siglos, y yo soy solo un visitante más que se queda de piedra al verlo por primera vez.
Me encuentro ante el monasterio viejo de San Juan de la Peña, declarado Bien de Interés Cultural, y ante la roca del mismo nombre que el edificio y que la sierra. Un monasterio medieval que podría dar más de una lección a nuestros arquitectos hoy en día: está completamente integrado en el paisaje que lo rodea. Me recuerda un poco a las casas de Le Corbusier, o a esos extraños tejados verdes que he visto en internet alguna vez, con los que se pretende esconder las casas en el bosque o la pradera circundante. Ahora descubro que nada de esto es tan innovador como pensaba: ya se hacía en la Edad Media.
Reviso mis notas. Solo se conservan parte de las edificaciones que un día existieron, pero son suficientes para recorrer diferentes estilos artísticos a lo largo de varios siglos. Una obra de patchwork, vaya, como la catedral de Santiago. Pero quizás me recuerda más, con su altura en dos niveles, a la asturiana Santa María del Naranco, a pesar de que son de siglos y de estilos muy diferentes. En la planta inferior de San Juan de la Peña se encuentran la iglesia prerrománica y la sala de los concilios, y en la superior se pueden visitar algunas dependencias monacales y capillas, el panteón de los nobles y el real, la iglesia románica y el claustro.
Los orígenes: la iglesia prerrománica y la sala de los concilios
En la iglesia inferior, del siglo X, me siento como si estuviese en una cueva. De hecho, está medio engullida por la roca, y por eso no se orienta al este, como suele ocurrir con las iglesias de nuestro territorio. Me encanta su sencillez prerrómánica, mozárabe, con solo dos cortas naves acabadas en dos ábsides excavados directamente en la roca.
Muchas se han perdido, pero aún se ven algunas pinturas sobre los santos Cosme y Damián en los muros y bóvedas. Son algo posteriores, del románico, pero mantienen la sencillez, aunque acompañada de colores muy vivos. Me imagino que, en tiempos, no tendrían nada que envidiar a las preciosas pinturas del panteón de San Isidoro de León.
Al lado de esta iglesia está la llamada «sala de los concilios», cuya planta tiene una curiosa forma de trapecio. Se cuenta que allí se celebró un concilio a mediados del siglo XI, aunque parece más probable que fuese el lugar de los dormitorios de los monjes. Me entretengo un rato observando esta fantasía de arcos desde distintos ángulos, como jugando con la geometría.
Relieves, robos y leyendas: el panteón de nobles, el museo y el santo grial
Ya en la primera planta, visito el resto del monasterio. Empiezo por el panteón de nobles, un pequeño espacio exterior con un muro que alberga veintidós tumbas. Cada una de ellas está marcada por un motivo decorativo envuelto en un arco de medio punto. Cruces, blasones, motivos vegetales, una rueda, un grifo dentro de un clípeo, un jinete, un grupo de ángeles… Algunas parece que están a punto de despegarse del muro…
En el pequeño museo contiguo aprendo sobre la vida en el monasterio y me paseo entre las piezas expuestas. Muchas son capiteles aparecidos en excavaciones, procedentes del claustro, aunque no se sabe bien dónde estaban situados originalmente.
Alucino: en diciembre de 2019 alguien robó de allí uno de estos pequeños relieves de piedra. ¿Quién vendría hasta el corazón del Pirineo para hacer algo así? De momento, no hay ni rastro del capitel. Espero que lo encuentren pronto…
Este monasterio también tiene sus leyendas. Según cuentan los aragoneses, la copa que usó Jesús en la última cena, el famoso «santo grial», pasó varios siglos en sus tierras. Lo ocultaron de los musulmanes en cuevas, catedrales y monasterios. Uno de ellos fue, supuestamente, San Juan de la Peña. Pero la copa que se alojó aquí lleva desde el siglo XV en la catedral de Valencia. No podemos saber si es el auténtico grial, ya que habría que enfrentarse a las decenas de copas sobre las que se afirma lo mismo en toda Europa. Lo que sí que se sabe es que esta, por lo menos, es una pieza oriental de la época de Jesucristo. Quizás San Juan de la Peña sí que fuese el hogar del verdadero santo grial, tan buscado a lo largo de la historia de Europa.
Puro románico: la iglesia y el claustro de San Juan de la Peña
Sigo mi recorrido y entro en la iglesia alta o superior, de estilo románico, que se encuentra justo sobre la iglesia mozárabe. Aunque suelen gustarme más las iglesias góticas, este templo consagrado en el siglo XI es bastante especial. Sí, allí están la bóveda de cañón y los arcos de medio punto, pero la cabecera está, una vez más, excavada en la roca, fundiéndose con ella. No tengo claro qué domina aquí: si la ligereza de los elementos arquitectónicos, o la pesadez de la roca que los envuelve.
No soy muy fan del neoclásico, y echo solo un vistazo rápido al panteón real, del siglo XVIII, demasiado recargado para mi gusto, donde están enterrados los primeros reyes de Aragón. Atravieso la iglesia de nuevo para llegar a mi verdadero objetivo: el claustro.
No me decepciona. El techo es, una vez más, la roca. Ya me voy sintiendo más seguro debajo de ella, aunque sigue impresionándome un poco. Observo, uno a uno, los capiteles, obra de dos talleres diferentes. Los más antiguos contienen motivos vegetales y geométricos, además de animales fantásticos. Los otros recorren las escenas más famosas de la Biblia, desde Adán y Eva hasta la última cena. Los personajes me observan con los gigantescos ojos característicos de este misterioso escultor, el maestro de San Juan de la Peña o de Agüero.
Normalmente, la tranquilidad que me invade en los claustros viene de sus jardines y del silencio roto por el murmullo de las fuentes. Aquí me siento igual, aunque no sé por qué. Quizá sea la dureza primitiva de esta roca, la sensación de que todo está en armonía con el paisaje. Podría quedarme aquí todo el día.
Capillas, ermitaños y reyes
A un lado del claustro disfruto de un poco de arquitectura gótica gracias a la capilla de san Victorián, a la que se entra a través de un arco ojival ricamente decorado. En el otro extremo está la capilla de san Félix y san Voto, que tiene una interesante historia.
Se cuenta que un joven llamado Voto, de origen noble, cayó por un precipicio mientras perseguía un ciervo, pero su caballo se posó sobre una roca con suavidad. Allí, Voto encontró una cueva con una ermita dedicada a san Juan Bautista, y la tumba del anacoreta que la había fundado: el noble Juan de Atarés. La experiencia habría cambiado a Voto, que se retiró a vivir a la cueva con su hermano Félix.
Esta leyenda también cuenta el origen del reino de Aragón. Unos guerreros cristianos, junto a Voto y Félix, eligieron en este lugar a Garcí Ximénez para conducirlos en la batalla para reconquistar aquellas tierras de los musulmanes. Este se convertiría en el legendario primer rey de la actual Huesca.
Lo que sí que sabemos seguro es que el monasterio fue refundado bajo el nombre de San Juan de la Peña en el siglo XI y en él habitaron monjes benedictinos. Prueba de su importancia religiosa y política es que fue panteón real del Reino de Aragón hasta el siglo XII, cuando comenzó su decadencia. Con el avance de la reconquista cristiana hacia el sur, estas tierras dejaron de ser el centro de poder político. Se fueron acabando las donaciones y llegaron las deudas, los pleitos y los incendios. Con el último de estos, en el siglo XVII, el monasterio quedó inutilizado como residencia monacal. Por eso se construyó en una pradera cercana el monasterio nuevo de San Juan de la Peña, de estilo barroco, que quizás visite en otra ocasión.
Un paisaje protegido en el Pirineo aragonés
Igual que los ermitaños de otros tiempos, encuentro en este lugar silencio y soledad, aunque solo aparente. Sé que, aunque no pueda verlos, en estos bosques habitan corzos, jabalíes y martas. Y algún graznido lejano sirve de prueba: las escarpadas rocas de esta sierra son muy apreciadas por el alimoche, el halcón peregrino o el quebrantahuesos, ave en peligro de extinción. De hecho, me encuentro en una ZEPA, o Zona de Especial Protección para las Aves.
Además, en 2007, el Gobierno de Aragón declaró que unas casi 10.000 hectáreas pasaban a ser parte del Paisaje Protegido de San Juan de la Peña y Monte Oroel, llamado así por la sierra y el monte que sus dos formaciones rocosas principales. En estas tierras, por efecto de la erosión, hay muchas rocas de conglomerado rojizo como la que se encuentra sobre el monasterio, que parecen pender de un hilo.
Paseo por los densos bosques de los alrededores, a medio camino entre el Atlántico y el Mediterráneo. Encina, quejigo, boj, pino… El suelo, repleto de setas. Un camino me lleva a uno de los preciosos miradores a los Pirineos, y me quedo un buen rato disfrutando de las vistas.
No creo que olvide pronto esta excursión, en la que no hay solo románico, sino un monasterio que se levanta fuerte contra la roca que intenta aplastarlo, un claustro de los más bonitos que he visto nunca, unas leyendas que le dan a todo el conjunto un aire de misterio y un paisaje merecidamente protegido. Es muy difícil que San Juan de la Peña te deje indiferente. Yo no dudaré en volver a acercarme a este rincón escondido en el Pirineo aragonés. ¿Y tú?
Puede que te interese también Qué ver en Zaragoza: 10 lugares imprescindibles que visitar o este otro «La Cola de Caballo», en Ordesa