Valdelugueros, el paraíso en León

Son las nueve de la mañana en Valdelugueros de un sábado perdido en un mes de abril. Un leve y armonioso canto de estornino me despierta mientras un rayo de sol se atreve a asomarse entre las verdes cortinas de mi cuarto. Abro las contras de la ventana y me asomo para saludar a la pareja de cigüeñas que juegan enamoradas sobre la torre de la iglesia.

Respirar el aroma del pueblo te renueva el alma. Es una de las mejores formas de comenzar este día. De separarnos de la vida automatizada de la ciudad, de detener siquiera por un momento el engranaje que nos hace vivir ajetreados. Y, con el mundo en pausa, respirar.

Valdelugueros - Leon

Amanecer en Valdelugueros es algo casi inefable, es conectar con nuestro yo más profundo, recuperar la calma y las ganas de observar y apreciar el mundo que nos rodea. Un pequeño pueblo escondido entre la cordillera Cantábrica y la montaña central leonesa que aún conserva ese espíritu intemporal de las villas castellanas.

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Son pocos los que conocen este tesoro escondido entre la fronda y los caminos que dibujan la orografía de esta comarca. Sin embargo, su paisaje es susceptible de alojar escenarios propios de la literatura fantástica, de hacernos recordar cuentos como El bosque encantado o de convencernos de que somos personajes en un cuento de hadas.

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Todo ocurre tan rápido en la ciudad, son tantos los estímulos que nos bombardean que llegamos a olvidarnos de aquello que la naturaleza guarda para nosotros. En Valdelugueros es fácil entender la importancia de pausar un poco la vida, de concentrarse en disfrutar.
Cada día descubro una ruta para perderme por los frondosos bosques y los verdes campos de este valle leonés. Rutas para disfrutar de la naturaleza y del aroma de la vida, y en las que a cada paso me olvido de todos los problemas que en la ciudad parecen ser el fin del mundo.

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Quizás la ruta más bonita sea la que sigue el curso del río Faro, afluente del Curueño. Tres kilómetros adornados por ocho cascadas que, junto al canto de los estorninos, amenizan el camino con una banda sonora que amansaría a las más peligrosas fieras. Es una de las primeras rutas que me animo a hacer, comienzo en el Saltón, la última cascada, en medio del pueblo, y cruzo la carretera por el puente de la Capilla, donde me encuentro con el corral del concejo.

Sigo atravesando el paraje de la iglesia entre álamos y abedules para llegar al prado de la Mayaduela, donde encuentro la primera cascada. Continúo descubriendo cascadas paralelas que parecen jugar con la espuma y pequeños saltos de agua. Para cuando llego a los prados de Faro ya cae el sol y se asoma despidiendo el día entre los tímidos neveros que aún resisten en la alta montaña.

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Sin embargo, siendo sincera, no podría decantarme por una ruta en concreto, todas ellas tienen algún encanto que enamora, que te roba un pedacito de alma y te llama a volver de nuevo a pasear por sus caminos: las hojas que crujen y acompañan tus pasos, los cantos de los pajarillos esperando el desayuno que trae su madre, el aroma fresco y renovador… Todo ello te envuelve el alma, te abraza las entrañas y te libera, te hace sentir totalmente nueva.

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El anciano río Curueño que recorre las montañas y atraviesa Valdelugueros adorna su paisaje y lo embellece más aún, si cabe. Esta hermosura y capacidad de prender el alma ya la percibieron los romanos a su paso por Hispania.

Su encanto también les abrazó el corazón y a su vera erigieron la calzada romana de Vegarda, que comunicaba Asturias con León a través de la prominente y escarpada cordillera rocosa que sortea el río Curueño. Obligados a salvar este abrupto terreno, los romanos construyeron numerosos puentes para pasar de una orilla a otra. En Valdelugueros están dos de los ocho conservados en la actualidad.

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El primero que veo es el puente de Lugueros, que está en el mismo pueblo y que es quizás uno de los lugares más hermosos del valle, con su molino y sus aguas rápidas en agudo contraste con la serenidad de sus riberas.

Siguiendo la ruta del río, a un kilómetro del pueblo me encuentro el que para mí es el más bonito de todos: el puente de los Altos Lugueros. Pasando las cabañas de montaña de Alto Curueño y las praderas que lo rodean, se encuentra este prominente puente de tres arcos. No dejo de preguntarme cómo consiguieron los romanos, con medios mucho más precarios que los que hoy poseemos, erigir unos puentes que dos mil años después siguen en pie.

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Sin embargo, a pesar de que todas y cada una de las rutas que atravesaban esas infinitas praderas verdes me enamorasen, el lugar donde más disfruto de la libertad que me ofrece la naturaleza en su estado puro es en la cima de la montaña. Desde allí puedo ver el pueblo al completo y, al mismo tiempo, rozar las nubes.

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Antes de volver a casa, a esa vida estresante de la que estoy escapando, me siento en la roca del alto a apreciar la sencillez del pueblo y su belleza encandiladora. El aire puro que llena el ambiente con ese aroma a robledal frondoso, el viento que mece mi cabello al son del cantar de los estorninos…

Me cuesta pensar que mañana escucharé el pitido estridente del despertador, que volveré a la oficina. Valdelugueros es, sin duda alguna, el paraíso, el locus amoenus de todos esos personajes perdidos de la literatura, el lugar donde Eva mordió la manzana porque se sentía libre, el lugar al que todos debemos ir para desintoxicarnos de la ansiedad que nos provoca la vida en la ciudad. Para volver a respirar.

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